Que breve y diáfano placer es sentir el viento a contramano, desperezando los vellos del brazo como si fueran hierbajos adormecidos. Como el mar y el acantilado saben al crujir de sus encuentros que el destino de la roca es ganar todas las batallas y perder la guerra, y el del mar perder todas las batallas y aun así ser victorioso; en el mínimo instante en que nos enfrentamos, el viento y yo sabemos cada uno su papel y su alcance.
El aire me rodea, me corteja y me evita con miedo y galantería; yo lo surco y desgajo, lo tuerzo en volutas invisibles con un coqueteo vano que siempre se me ha dado mal. Cada invisible jirón del viento es un gesto único pero repetible, como las mismas palabras entonadas por innumerables lenguas diferentes.
Enfundado de la cabeza a los pies en pantalón, camisa, chaqueta, zapatos, lentes, gorro, casa, metro y trabajo; esa caricia del viento es verdaderamente rara, lo suficientemente infrecuente como para que a mí se me olvide, cada tanto, que el viento se levanta. Se ha levantado y se levantará siempre, aun cuando solo queden astillas de hueso para pulir sobre el desierto.
Es fácil olvidar que el viento se levanta, pero no por eso deja de avergonzarme. Camino con la cabeza gacha, repasando todas las palabras que conozco a cada instante y todas me resultan ridículas, insuficientes y lejanas. A veces parece que no valiera la pena decir nada, que lo único aceptable son la rabia, el llanto o el aullido.
Millones de anónimos se deshacen a diario mientras ensayo la sonrisa con la que saludo al primer cliente. Me balanceo sobre mi cotidianidad con la fortaleza y precisión de una gimnasta sobre la barra de equilibrio, siento la tirantez de mis mejillas, percibo la leve viñeta que hacen los párpados a mi visión cuando lo despido, sonreído casi hasta la sinceridad.
En Venezuela la cotidianidad me esquiva, sé que por mucho que me empeñe no soy capaz de entender las privaciones. Brecht dijo “me parezco al que llevaba consigo un ladrillo para mostrar al mundo como era su casa”; y cuando yo miro mi ladrillo ya no veo mi casa, demolida por quienes quieren construir en su lugar un mall y la negligencia de los que quieren caminar sus galerías.
Decir que han demolido mi casa es admitir que mi familia duerme y come al descampado, que los fantasmas que hacían eco en cada esquina están ahora indigentes y sin voz; las estanterías con mis libros y cds, los guacales con discos de vinilo, las cajas de zapatos llenas de casettes, todo se ha quedado sin sostén.
Pero claro, en la desnudez áspera de las ruinas es más fácil sentir la ventolera, el viento se levanta y se levantan con él las tres mentiras del tiempo:
- Las cenizas del pasado que nos inventamos, pues recordar la realidad es una pretensión absurda.
- El humo, el pan, el perfume, el meado del instante a la mano, ese que ya es pasado en cuanto lo percibimos y por tanto, falso recuerdo de una vida lejana.
- La vela henchida del futuro incierto, materia inerte, estéril, cuyo único propósito es alimentar al olvido.
Aun así, que breve y diáfano placer es sentir el viento a contramano, prueba irrefutable de los sentidos, testigo de la terca vida soberana.
Viento,
Adalid de marineros y cantores,
Cómplice del pan y del café.
Artesano del mar y las montañas,
Celestina de árboles y flores.
¡Levántate!
¡Levántame!
¡Levántanos!