Todo lo que sube habrá de caer, mientras más alto más fuerte, abrasadas su alas por el sol, cual Ícaro. Pero es Dédalo el que crea las alas de cera para que puedan huir de Creta y del rey Minos, es el padre el que le otorga al hijo el instrumento de su muerte, es el padre el que le ve caer, el que salva su cuerpo del mar. Es Dédalo quién, padre de un cadáver; que es un modo de ser huérfano, decide nombrar cuanto le rodea como tumba, pues es ahora el único propósito del mundo.
Creo que no hay una caída más estrepitosa que la de las palomas, que en la antigüedad fueron personificación de la divinidad sensual de Afrodita y fueron luego emblema de la aristocracia, un símbolo donde condensar todas las características que el derecho divino les otorgaba: nobleza, pureza, delicadeza, belleza, ni que decir que la paloma es el disfraz predilecto del espíritu santo.
Hoy en día las palomas tienen unos pocos propósitos bien definidos, a saber:
1) Dar asco a la población urbana
2) Mantener vivo el negocio de los autolavados
3) Las películas de John Woo
4) Recordarnos de cuando en cuando nuestra propia mortalidad, apenas reconocibles en el pavimento.
No hay duda de que las palomas son una especie de plaga bíblica de estilo postmoderno: no suponen un problema directo sino más bien una incomodidad constante, a veces puramente estética, alojada en el subconsciente de cada ciudadano.
¿Pero quién es el padre de este Ícaro?; ¿Cuál su Creta?
Un punto de inflexión fundamental en la proliferación urbana de las palomas es el alumbrado eléctrico, las islas de luz les proporcionaron alerta y defensa contra las rapaces nocturnas, que controlan su población en los campos.
Somos a la vez Minos y Dédalo. Cómo el Padre les otorgamos a las palomas las herramientas de su orgullo, la protección de la luz que vence la noche, como el Rey las sometemos a esta isla de concreto en un océano de tierra libre y al arbitrio de sus reglas absurdas, a su laberinto de calles y a sus minotauros de cuatro ruedas, moliendo palomas con sus pezuñas de caucho. Todo esto lo hemos hecho para poder llamarlas viles, para poder desdeñar de la belleza que antes les adjudicamos, una Creta postmoderna para una plaga postmoderna.
Hay innumerables poemas y cantos populares que hablan de palomas y palomitas, suaves y delicadas, añoradas, extraviadas, robadas, amadas siempre. Uno lee o escucha esos versos y se pregunta si hablan de la misma figura mustia que se pasea imprecisa por la acera, rebuscando comida.
La cabeza siempre alerta, el ojo enrojecido, las plumas hollinadas que revelan con el rayo de sol exacto, como un oráculo fantástico, el verde metálico bajo el cuello. Las palomas siempre al acecho de su propia muerte, un pequeño atajo de tensión presto al vuelo y al hambre; esquivando perros, atosigando ancianos, lavándose con brusquedad y desparpajo en el agua estancada de las fuentes, en los charcos aceitados de las callejas.
No se me ocurre una imagen más patética que la de una paloma inmóvil, presagio de muerte. Recuerdo la primera vez que lo noté, que las palomas se morían, que entendí que había un ser individual con unas plumas y unas alas y por la vejez o por el frío o por ambas cosas, se moría. Estaba en medio del cruce de una calle no muy transitada y casi la pateo al pasar, acostumbrado como cualquiera a que levanten el vuelo a la mínima alerta. Al principio la miré incrédulo, casi ofendido de que no me temiera y saliera volando ante mi titánica presencia. La vi dar un pequeño paso al costado, dubitativa, y al comprender que no huyó porque no podía, en lugar de por falta de temor, la maldije. Maldije a la paloma porque en ese instante me confió toda su angustia, me hizo el confidente de su muerte y, un domingo sin consecuencia, mientras bajaba rápidamente de casa a comprar papas fritas y algo dulce al abasto de la esquina, tuve que asistir a un funeral.
Funeral terrible, con el muerto en vida y mi ridículo pudor ciudadano (muy higiénico, eso sí) que me impedía agarrarla con las manos y sacarla de la calle, depositarla bajo un banco o en un parche de césped asoleado. En su lugar me quedé a su lado, tratando de forzarla poco a poco a salir de la calle y montarse en la acera, haciendo una pared movible con mis pies, mientras miraba nerviosamente al asfalto y la distancia, temiendo algún carro que quisiera usar el cruce.
Cuando subió por fin a la acera, hice lo que bajé a hacer, comprar lo que bajé a comprar, y subí de nuevo, con la imagen del adoquín que sería la lápida en la mente. Al día siguiente no vi el cadáver, lo habrían recogido o apartado de la acera a patadas, con una escoba quizás, los de la peluquería.
Desde entonces, cada vez que veo el amasijo de huesos y plumas que es una paloma destrozada en el asfalto cuando le pasa por encima un carro cuyo chofer soltará, como única elegía “¡Me cago en la puta!”; no dejo de pensar en aquella paloma, en cómo sería su agonía, en mi solidaridad facilona que la dejó allí a la intemperie, sola y no la mencionó más nunca.