Un niño que practica un trabalenguas practica un hechizo, una formula sin sentido, enrevesada y truculenta. La magia del trabalenguas es suicida: su sortilegio de risa es más potente cuanto más fracasa, el éxito la destruye, el público aprueba solemnemente y a otra cosa. La única manera de recuperar el encantamiento es aumentando la velocidad, para invocar de nuevo al fracaso.
Los tigres llevan el trabalenguas en la piel, hecha para confundirse con el paisaje pero también buena para fundirse en otra piel; el patrón irregular, de fantasmagórica simetría, sería capaz de extenderse infinitamente de un tigre a otro tigre hasta que alguno deseara revelar la mirada y el colmillo final.
“El tigre” de William Blake:
Tigre, Tigre, que ardes brillante
en los bosques de la noche:
¿Qué mano u ojo inmortal
pudo delinear tu tremenda simetría?
¿En qué abismos o cielos distantes
ardió el incendio de tus ojos?
¿Con qué alas se atreve su aspiración?
¿Cuál es la mano que osa atrapar tal
fuego?
¿Y cuál hombro, cuál arte pudo
retorcer las fibras de tu corazón?
Y cuando tu corazón comenzó a latir
¿Qué mano terrible, qué terribles pies?
¿Cuál es el martillo, cuál es la cadena?
¿En cuál horno se forjó tu cerebro?
¿En qué yunque? ¿Qué terrible puño
se atrevió a asir sus mortíferos terrores?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y regaron el cielo con sus lágrimas:
¿Sonrió Él al ver su obra?
¿El que hizo al Cordero, te hizo a ti?
Tigre, Tigre que ardes brillante
en los bosques de la noche:
¿Qué mano u ojo inmortal se atrevió
a delinear tu tremenda simetría?
El tigre de Blake es prueba y desafío de la creación misma. Cuándo el proverbio cristiano mansamente admite que los “caminos del señor son inescrutables” el poeta pregunta, con la mirada cándida pero desafiante del niño curioso, del pupilo insatisfecho “¿El que hizo al cordero, te hizo a ti?”
No muy tácitamente, a través del poema, se plantea una dicotomía que sacude uno de los dogmas centrales del cristianismo:
Si este dios, que me hizo a su semejanza, concibió también el portento del tigre, la fatalidad de sus músculos y sus fauces ¿No reculó en terror siquiera una vez? ¿No se horrorizó y enorgulleció al mismo tiempo ante el poderío de su obra? ¿Podría algo que se asemeje a un hombre imaginar semejante fuerza, el amasijo de belleza y miedo en su mirada?
Parece imposible, el ser todo poderoso capaz de pensar al tigre, al humano y al cordero y a la rosa y al gusano ha de ser inescrutable en verdad, su mente alienígena y alienante, sus pasiones inasibles, su moral inexistente. Con razón Borges llamó a Blake heresiarca.
Juan Darién
Este cuento narra la historia de un tigre que se crio entre los hombres, que fue niño y como niño fue amado, y también fue tigre y como tigre fue muerto.
Sospecho que en algún momento Horacio Quiroga tuvo fe, no una fe religiosa y abstracta sino fe en la vida y el futuro y en los hombres, algunos al menos. Pero el tiempo y las desgracias le fueron socavando esa idea, bien es sabido que hay pocos cuentos de Quiroga que no acaben en tragedia y de algún modo el conocimiento de esa fatalidad que todos sabemos aguarda en la próxima página no es capaz de hacerlo ni predecible, ni monótono, ni burdo.
El cuento se levanta sobre dos verdades sencillas y axiomáticas: Las madres aman a sus hijos, los humanos temen a los tigres. De estos dos pilares se deriva dos verdades adicionales: el miedo es capaz de envilecer cualquier corazón, el amor es capaz de sobreponerse al miedo.
La mujer que será madre de Juan Darién ya fue madre de un niño muerto por la viruela, y ella también cuestiona la moralidad de dios.
“Y murmuraba: —Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!”
En su dolor no dudó en dar de mamar a un cachorrito de tigre hambriento que entró macilento a su casa, seguramente huérfano gracias a alguna cacería. Mientras lo alimenta piensa que “ante la suprema ley del Universo [no la de dios], una vida equivale a otra vida”
Por supuesto no es dios quien acude en su ayuda sino una serpiente (quien sabe si LA SERPIENTE) quien sabiamente le concede al niño aspecto de humano y predice su final que solo sucederá si una madre le acusa, si el miedo es capaz de envilecer incluso a una madre.
Así pasa por supuesto, a Juan Darién lo rondan las miradas y sospechas y él, que ignora su corazón de tigre, trabajosamente se acomoda a las jaulas que los humanos construyen para vivir, todo por ser digno del amor de su madre. Una vez muerta la madre y huérfano el niño el temor del pueblo se arrebata en una espiral de horror que termina por delatar al tigre, a mostrarle como ser tigre, a enseñarle a odiar a los hombres y a ejercer la violencia que parece ser la única sin razón que atienden.
Juan Darién no es la historia de un tigre que fue niño sino más bien la historia de una madre que amó a un tigre, de un tigre que quiso ser digno de ese amor y de una turba que enseñó al tigre, finalmente, a odiar como un hombre.
Amba:
Dersu Uzala surca una inmensidad de verde y frio, es el único hombre pero no está solo. La taiga está llena de personas. El animismo es la única forma de misticismo que me parece razonable, creo en buena parte por culpa de Dersu. Dersu no le habla a los animales y a las plantas, más bien conversa con ellas, con los pájaros, los árboles, los ríos y los vientos. Cada ser, cada expresión de la existencia, desde el arrebato de la liebre hasta el letargo perenne de la montaña, son personas a las cuales Dersu habla, consulta, declara sus intenciones y sus culpas sin importar si ellas pueden o desean responder. Una de las personas de la taiga es Amba el tigre. Amba es la máxima expresión del poderío natural, la fatalidad echa carne, músculo y hambre. Una vez Dersu abatió a un tigre cuando debió dejarlo marchar, acaso recelando más del peligro puesto que iba acompañado de un perrito a su cargo y desde ese momento supo que la taiga le cobraría el delito pues en su tribunal la única ley es el respeto sagrado a todas la vidas. Cuando su vista menguó por la edad y tuvo que aceptar el ofrecimiento de su entrañable amigo, el capitán Arseniev, de acudir a la ciudad deshabitada de las personas que conocía, supo que era la venganza de Amba, ejecutor cruel pero justo.
Dersu no halló personas en la ciudad, porque no pudo reconocerlas en las aristas frías de las paredes de piedra ni en las absurdas reglas de las paredes de papel que le dan forma, esta tristeza lo llevo a la muerte, el reverso de Juan Darién: un hombre que es castigado por la taiga y enviado a vivir entre sus semejantes, pero no entre los suyos.
A menudo se ha llamado a la ciudad moderna una selva de cemento o de cristal, en ella la millonaria masa de solitarios, sin importar si son religiosos o ateos, se pasa el día hablando con las personas que les rodean: pidiéndole a la conexión de internet que funcione, al metro que se dé prisa, a la batería del móvil que aguante un poco más. En casa yo voy hablándole al mueble que era como los brazos que acunaban permanentemente a mi perrita; enciendo una vela y le hablo a la llama a veces en silencio, me gusta ver su pequeña luz, hija muy lejana del gran sol, perdida en la claridad inmensa del día.
Miro con ternura a la ropa que me ha abrigado tantas veces, me rehúso a llamar basura a los “objetos” que han caído en desuso, procuro buscarles un pequeño espacio oculto, un retiro digno donde pasar los años de su jubilación. Cuando no hay más remedio que despedirse lo hago con congoja, les doy las gracias y pido disculpas como el cazador gold agradece y lamenta la vida que toma del ciervo para nutrir la propia.