Hay algo en el alboroto de la mesa previa al festín que recuerda a una orquesta afinando, el caos de metales, cristal, risas y murmullos tiene una característica toscamente armónica. Hay un ritual improvisado que se levanta en crescendo con la irrupción en escena de la bebida, la masa amorfa de cuerdas y vientos, carcajadas, brindis, aplausos y maldiciones que se yergue como una coral polifónica y se apaga suave y organizadamente en cuanto aparecen la baqueta o la comida.
El festín cambia de forma con la edad, de pequeño suele ser dulce y avaro; siempre está uno insatisfecho, pero también afronta cada felicidad con la limpidez del que no entiende que las cosas puedan tener final. Con el tiempo se integran más sabores, se aprende a degustar la sal, la piel, el viento, el alcohol, el ácido y el amargo, las caderas y los labios, las orejas, los cabellos, los libros, pensamientos, el estímulo picante que entumece la lengua y despierta la sangre. Crece la gula, las ansias de devorar, de exprimir la vida hasta la última gota como a un limón maduro, derramarla sobre todos los poros, aunque arda.
Eventualmente el festín se reduce y se amplía al mismo tiempo, se contrae en volumen pero se expande en registro: lo importante no son cuales sabores sino los sabores en sí mismos, lo importante no es que el ácido sea ácido y que el dulce sea dulce, lo que importa realmente es que detrás del ácido, como un escudero en la sombra, está el dulce agazapado, que junto a la sal que brilla y pavonea hay una veta amarga de tierra buena que nos guiña el ojo como hechicera cómplice, poseedora de secretos insondables y generosa sin embargo.
La comida, como la literatura, se abreva del lujo y la miseria a partes iguales. El poema puede ser exuberante y abrumador en sus imágenes, un cuidado caleidoscopio de multiplicidad infinita, inagotable en su riqueza y derroche. En esta voluptuosa invitación al amor o al sufrimiento desnudamos las capas de sentido una a una, recreándonos en la búsqueda tanto como en el manjar mismo, sabedores de que el sutil regusto de almendras que se queda en el paladar al tragar es lo que da vida a este bocado.
También se puede hallar en la frugalidad la verdad más diáfana: el sabor de la lonja de salchichón, tesoro esquivo, robada de la nevera; chupar el celofán con el que envuelven el dulce de tamarindo, arrancándole hasta el último grumo de placer.
Esta dualidad se me asemeja a leer a Hemingway y a Faulkner, dos pilares opuestos del quehacer literario estadounidense. Hemingway usa las palabras como balas disparadas al centro de cada cosa con certeza y seguridad, Faulkner cultiva una sola palabra a través de muchas páginas, sin miedo pero con desconfianza; Hemingway parece estar seguro del nombre de las cosas y Faulkner parece estar seguro de que las cosas no tienen aún su verdadero nombre, ambos me subyugan, bebo el agua de uno y la hidromiel del otro como un náufrago
Las artes han encontrado siempre en el ocio y la necesidad a sus principales mecenas. Los artistas de la abundancia, salvados de las necesidades cotidianas, no consiguen escapar de su propia humanidad y se ven obligados a enfrentarla con la larga soledad del que va desnudo en un baile de máscaras. Los artistas de la pobreza crean porque crear es lo único que pueden, su ocio es el ocio del que nada tiene y su oficio el hambre, la náusea, que enfoca con claridad las grietas del silencio.
Siempre he visto al poema como a una especie de andamio que sostiene a un único verso, una única palabra; estrofas que se concatenan, frases que se sostienen unas a otras con el único propósito de elevar esa única imagen, ese momento preciso de luz tallada en el papel o el aire.
El poema de José Martí “Banquete de tiranos” es un edificio de volutas, arcos y molduras sin par, pero existe con el único propósito de sostener lo que considero el verso más hermoso, terrible y diáfano del mundo:
“Hay una raza vil de hombres tenaces
De sí propios inflados, y hechos todos,
Todos del pelo al pie, de garra y diente;
Y hay otros, como flor, que al viento exhalan
En el amor del hombre su perfume.
Como en el bosque hay tórtolas y fieras
Y plantas insectívoras y pura
Sensitiva y clavel en los jardines.
De alma de hombres los unos se alimentan:
Los otros su alma dan a que se nutran
Y perfumen su diente los glotones,
Tal como el hierro frío en las entrañas
De la virgen que mata se calienta.
A un banquete se sientan los tiranos,
Pero cuando la mano ensangrentada
Hunden en el manjar, del mártir muerto
Surge una luz que les aterra, flores
Grandes como una cruz súbito surgen
Y huyen, rojo el hocico, y pavoridos
A sus negras entrañas los tiranos.
Los que se aman a sí, los que la augusta
Razón a su avaricia y gula ponen:
Los que no ostentan en la frente honrada
Ese cinto de luz que en el yugo funde
Como el inmenso sol en ascuas quiebra
Los astros que a su seno se abalanzan:
Los que no llevan del decoro humano
Ornado el sano pecho: los menores
Y los segundones de la vida, sólo
A su goce ruin y medro atentos
Y no al concierto universal.
Danzas, comidas, músicas, harenes,
Jamás la aprobación de un hombre honrado.
Y si acaso sin sangre hacerse puede,
Hágase... clávalos, clávalos
En el horcón más alto del camino
Por la mitad de la villana frente.
A la grandiosa humanidad traidores,
Como implacable obrero
Que un féretro de bronce clavetea,
Los que contigo
Se parten la nación a dentelladas.”
Algo parecido pasa en la cocina, la sal, el limón, el plátano frito, todo es un andamio sobre el cual puede subir el sabor a mar oculto en la carne del pescado; la canela y el anís tienen sentido solo como acento y contraste del papelón y el queso, sin ellos el golfeado es apenas un roll de canela.
La película “El festín de Babette” describe una cena suntuosa en medio de una comunidad puritana, los comensales feligreses son fieles a su voto de austeridad, pero en cada bocado dilucidan silenciosamente una epifanía de placer. Suceden dos banquetes, uno en el salón y la mesa donde se sientan las beatas hijas del maestro espiritual, los ancianos creyentes, reliquias de su religión y su pueblo y un general romántico que acompaña a su tía devota. El otro banquete está en la cocina, Babette está detrás, agotada, melancólica y alegre, en una cocina escueta, pequeña, brusca; la acompañan el cochero callado y enjuto que ha traído al general y el muchacho manso que la ayuda con el servicio. Al final del banquete todos han sido participes de la misa pagana de la chef, ella bebe una copa de vino con satisfacción contenida, el cochero se despide solidario, el adolecente que ha ayudado a servir la comida se roba a sorbos todo el vino que puede.
Escribir es como un trago de vino o cerveza detrás de las paredes, oculto de los comensales, hermanado con los invisibles, preparando la tierna venganza de ofrecer agua a quien no sabe que muere de sed.