La voz del silencio
El eco es la voz del silencio,
El silencio es la garganta de la muerte,
Muerte, la última palabra que enunciamos,
Justo al momento de callar, finalmente.
Son incontables las palabras que se han pronunciado, y las que se pronunciarán, las vibraciones de aire moldeado por cavidades de carne tibia, elongándose hasta el infinito mientras pierden todo sentido. Breve es el espacio en que el habla tiene presencia, significado. El sonido se pierde en la distancia y los obstáculos, rodeando objetos, rebotando de cavidades, rompiéndose contra escombros, a veces vuelve sobre sus pasos en forma del elusivo y casi burlón eco. El tiempo de la palabra es acaso más breve que su espacio, sin embargo está infinitamente repetido en grabaciones, transmisiones y retransmisiones, pantallas y bocinas, eco perfecto y artificial, más fácilmente ignorado por la costumbre y catalogado ya como ruido por el burocrático cerebro.
Bien sabido es el dilema filosófico: “Si un árbol cae en el bosque, y no hay nadie para oírlo, ¿Hace ruido?”, actualicémoslo:
Si una o muchas bombas caen sobre millares de personas, en una tumba al aire preso, sin paredes, eternamente menguante, y deslizamos suficientemente rápido la pantalla, o tenemos silenciada la aplicación de Instagram, o el video de youtube, o está sonando algún tema de eurovisión ¿Se escuchan los gritos?
La voz de Engler
Siempre es raro escuchar una grabación de la voz propia, se siente deforme, típicamente más aguda de lo que la reconocemos, llena de pequeños defectos, vibratos o vacilaciones, respiros que traicionan la sobria contundencia del pensamiento. Desde que los smartphones se han popularizado, hace ya casi dos décadas, abundan las fotos y videos infantiles, la tercerización de la memoria se ha masificado y “democratizado”; también se ha diluido, lo importante no es el recuerdo sino el registro ¿Para qué tener nostalgia cuando se pueden tener archivos? Hace 20 años sin embargo no era tan abundantes, hace treinta, un pequeño lujo, y así, década tras década que retrocedamos las fotos y las grabaciones, esa capacidad de fijar el tiempo a un objeto cuasi permanente se va convirtiendo en un rasgo de élite, hasta que por fin desaparece en un baño de mercurio en la primera mitad del siglo XIX.
En mi niñez mis padres tenían un grabador de periodista, que utilizaron entre otras cosas para grabarme siendo casi un bebe, algún audio se ha conservado. En mi memoria, en mis manos de niño, el grabador tenía el tamaño de una ladrillo, pero seguramente era algo menor que un paquete pequeño de café, de esos que vienen envasados al vacío. Me es imposible reconocer la voz del niño de 3 o 4 años que suena allí como la mía; perdido en el tiempo y el espacio no solo no recuerdo como sonaba sino que, aunque sé que lo fui y tengo ecos de ese tiempo en mi memoria, apenas recuerdo ser ese niño.
Hay algo fascinante en la voz inarticulada, tambaleante, de un niño pequeño, algo poderoso y tenaz. En el balbuceo repetitivo de sus lenguaradas un bebe reclama su humanidad, esa lucha por doblegar el lenguaje es también la lucha por dar forma a sus pensamientos. Si al principio fue el verbo entonces cada chapurreo incoherente es un acto divino conque el niño manifiesta el mundo.
La voz de Therru
Yo sé cómo suena la voz de Therru.
Therru es una niña en las novelas de Terramar, de Úrsula K. Leguin, una cicatriz en la propia página donde aparece su nombre, cada vez más honda, cómo una cosa palpable, una arruga en el papel que resulta incómoda a los ojos para recordar que incluso en la fantasía más luminosa existe el horror.
Therru no habla mucho, probablemente siente vergüenza de su voz. El calor o el frio le indican que lado de la cara mostrar, en el otro no siente nada, y lo mantiene alejado de la vista; también siente vergüenza de su cara, deforme y quemada, la piel derretida por una hoguera cuando era muy niña.
A Therru, antes que el nombre de muchas cosas, le enseñaron el nombre de la muerte, después de haber sido golpeada y violada, la arrojaron al fuego a morir, pero fue salvada por la ternura, la obstinación, la vergüenza y la rabia de dos mujeres que lograron rescatarla.
Durante toda la novela “Tehanu” y también en “En el otro viento” cada vez que Therru habla, Úrsula se esmera en transmitir exactamente como suena la voz de Therru, la describe en detalle, dolorosamente, como posiblemente era para la niña el acto mismo de hablar y sin duda el acto de escucharse. Constantemente usa palabras como “husky”, “hoarse”, “unclear”, “whistling”, “faint”; ronca, áspera, poco clara, sibilante, débil.
Yo sé exactamente cómo suena la voz de Therru, la he escuchado.
La escuché en medio de una muchedumbre, agolpada a las faldas de las ruinas deformes de un edificio, que se apartaba para dar paso a hombres de expresión adolorida y fiera. Llevaban una camilla y en la camilla llevaban a un niño, la piel completamente quemada, arrugada como un papel desecho, confundida con la ropa en un amasijo rojo, negro y violeta que intentaba llorar pero no podía; el micrófono captaba el gorgoteo “ronco”, “poco claro”, “sibilante”, “débil”, “áspero”, de su desesperación. Escuché su quejido no más de 2 segundos, pero es un sonido difícil de olvidar, me rebota dentro del pecho haciendo eco en el aparente vacío de mi cuerpo, donde deberían estar el corazón y las entrañas y todo eso que se encoje y reverbera con el dolor ¿Está vacío? ¿Se ha quedado vacío? ¿Fue vaciado?
Los hombres que llevaban la camilla habrán escuchado a ese niño, ese despojo de niñez, por mucho tiempo aún mientras buscaban algún sitio donde atenderle ¿Habría algún hospital en pie en Gaza todavía? Imagino que no olvidarán nunca ese sonido, imagino que quizás no podrán escuchar ya otra cosa en su vida, que, para ellos, la voz de ese niño será para siempre el sonido del mar, el silbido del viento, el eco de una bala.