Uno: - Nix, negra noche eterna, omnipotente y mansa, que soportas los pellizcos de luz del humano insolente con la estoica paciencia del ganado generoso.
Otro: - Se fue la luz y la luz es el abrigo, no la noche. Tú siempre dices pendejadas, y las pendejadas se multiplican cuando no hay luz, no sé si porque te aburres, porque te desesperaras o porque has aprendido a dormir con los ojos abiertos.
Uno: - Nunca he sido de sueño tranquilo. El sueño es por supuesto también hijo de la noche, lo mismo que la muerte, los gemelos sagrados; quizás me desespero de aburrimiento y el sueño es el bálsamo intranquilo que me alberga. ¿Si es mi papel el del sueño, es el tuyo la muerte?
Otro: - Tienes miedo, estás cagado, yo también. Cómo no vamos a tener miedo si hemos sabido desde siempre que en la noche el único papel que representamos es el de presa, víctima, estadística. Lo que no entiendo es el por qué cuando te asustas te pones a hablar raro, a invocar güevonadas que ni siquiera son tuyas, como si los caribes no le hubieran puesto también nombre a la noche.
El coro: - Debaten los gemelos en su cubil de concreto y en cambio en la invencible noche de Venezuela el sueño y la muerte se confunden hermanados por una única hambre. Nada es tranquilo y nada se hastía, todo el país es un latido negro y doliente.
Uno: - “Venimos de la noche y hacia la noche vamos” empieza diciendo un poema sobre inmigrantes, de cuando el camino se hacía en la dirección contraria. Oh noche, bebo de este tu seno maravilloso, lo fecundo y me preño de cada rumor y cada recuerdo.
Recuerdo por ejemplo cuando el apagón era una pirueta del candor infantil, una especie de cosquilla bajo el brazo, una trepidación momentánea que servía para buscar velas y linternas a tientas, atisbar las estrellas que el resplandor de la ciudad malogra y escuchar el terror ensayado y picaresco de los habitantes del edificio.
Otro: - Claro de niños no veíamos, abajo, entre los carros del estacionamiento, las esquinas y los basureros, el reino del depredador, sombra entre las sombras.
No hemos pasado nunca una noche en un barrio, mucho menos un apagón, no hemos visto resplandecer, bajo la intermitente luz de la luna, las chapas y las botellas rotas en la acera como la iridiscencia de un mineral prohibido.
El coro: - ¿Quién te condena a esta noche, fértil y cruel, buena para el abono del fuego y de la tierra, destino final de todos los seres? ¿Quiénes son los artífices de esta noche que tanto tiempo han contenido los humanos, armados con sus pequeños interruptores y sus pantallitas de neón? ¿O es una noche de artificio, que se extiende más allá del amanecer?
Uno: - Así es, nuestra noche no respeta ni al sol, amanece y el carro celeste se muere de vergüenza, el país se queda anudado a su letargo nocturno, sin la alarma que le recuerde abrir los ojos, asustado de despertar y descubrirse ciego.
Otro: - La ceguera es la epidemia de nuestro tiempo, todos estamos enfermos, contaminados hasta el tuétano por una lógica terrible: mirar es morir. Todo lo que no distrae entristece, y cuando se rompe la cacofonía cotidiana casi hay que arrancarse los ojos o el entendimiento para que la arrechera o la tristeza no te consuman hasta el final. Esta plaga divina, que sería sátira sino fuera tragedia para hablar en tus términos, es el guion más torpe, la representación más burda del dolor. Escrita a dos mil manos, borrón sobre borrón, cada cual más inútil que la otra.
Uno: - No encuentro refugio en tu vientre, oh Nix, tú que eres madre del destino y de la ternura, de la paz y la destrucción, son para ti mis invocaciones sordas, mis súplicas vanas, no proteges ni a mis pensamientos. Acostado sobre las cuentas que adornan tu piel, hechas de metal, madera y piedra, adosadas por los hombres a ti como baratijas en los pies de una virgen, yazco no como el amante satisfecho ni como el trabajador hercúleamente postrado sino como el augurio de un cadáver, presto a ser pronto parte tuya y a disolverme por fin en la nada que no me ha dejado ya ni el nombre.
Otro: - Que no daría porque te durmieras, entre otras cosas para que te calles, para que me dejes en esta paz de la zozobra, en este lento e infinito caer. O mucho mejor, porque durmiéramos de verdad, y despertáramos al día siguiente, porque la noche sirva de algo más que para esperar su paso, para añejar la rabia y para que algunos sigan esperando al dios en la máquina que termine la función.
Que teatro de mierda, que se cae a pedazos, ni actrices, ni actores, ni tramoyistas, nadie queda ya que sepa nada, el iluminista claramente se quedó sin trabajo y todos los demás se fueron al coro de suplicantes.
El coro: - ¿La representación se acaba cuándo, como en el cuento de Schwob, nos quitemos las máscaras? Pero en lugar de revelar una corte de bufones con máscaras que lloran y consejeros con máscaras que ríen, se atisba un destino más horroroso, no se remueven las máscaras sino los rostros y la fisionomía vacía de lo que no tiene memoria es lo que queda. Quien espere al dios de la máquina que recuerde que este dios autoproclamado se bajará de un helicóptero o de un portaaviones, uniformado y con un cielo estrellado bordado en el brazo. Que recuerden que esa noche tienes sus estrellas contadas: son 50, no hay espacio ni para una más, que Puerto Rico no brilla mientras lo bruñan con esa bandera.