Salgo del trabajo y cuento distraídamente los adoquines de la calle al caminar, nunca he pasado de la centena; sin importar cuán enfocado esté en la empresa siempre hay algún cachorro de andar gracioso, o unas piernas estilizadas, o un mendigo macilento, que me extravía las pupilas.
Camino diez minutos improvisando un dibujo que mi cuerpo sabe de memoria, esquivo transeúntes, doblo dos esquinas y enfilo hacia la plaza. La plaza cambia de estación como los árboles, en primavera se puebla de cochecitos de bebé y escolares jugando al futbol, en verano los adolescentes se disputan los bancos y las sombras donde jugar al placer, mientras, los viejos calientan los huesos al sol y los envidian en voz baja. En otoño no falta algún muchacho que se hace el inteligente leyendo un libraco gordo mientras aparenta no tener frio, al lado opuesto de la plaza hay siempre tres muchachas jóvenes que lo ignoran impunemente.
En el invierno la plaza es mía. Siempre hay algún extraviado deambula sin saber muy bien cómo llegó hasta allí, o que pretende pasar corriendo, sin ceremonia ni descanso; pero aún las infatigables terrazas están ausentes o vacías, el viento las barre junto con los ánimos y en la plaza habitamos la fuente, mi sombra casi extinta en el atardecer y yo.
Camino diez minutos hacia la plaza y hacia una de sus vertientes, allí espera el sentido de la tarde vertido en un vaso de cartón. El café aromático, dulce y ácido, moreno como las manos de la chica que lo sirve y dibuja, en sinuosos movimientos mágicos, una hojita de leche sobre la acaramelada superficie.
-“¿Para llevar o para tomar aquí?”- Siempre me tienta su sonrisa cálida, su español afrancesado, ¿Pero quién podría perderse la plaza abandonada, desnuda como una desvergonzada e íntima cómplice?
Salgo del café con la vaga esperanza de que la chica haya notado lo sincero de mi sonrisa, calentándome las manos con el vaso de cartón, tratando de recordar inútilmente un verso sobre el café que escuché hace más de una década.
Me siento en el banco solitario, veo la fuente borbotear sin sonido, engullida por Silvio, o por Vangelis, o por el Inti-Illimani, o por Supertramp, o el Manguaré, o por Junip, o por Disasterpeace, o quien quiera que habite mis audífonos en ese instante; doy el primer sorbo de café, que me arrebata de mandarinas, papelón y cacao los labios. Me tomo un café que cuesta 40% más que el promedio y pienso “lo vale”, me bebo la medida de mi prosperidad.
La medida de mi prosperidad es el costo del café que me bebo, y también lo es la suscripción a netflix, el paquete de harina de fuerza orgánica, molida a la piedra, que luego trasmutaré en pan.
Mis botas Dr. Martens dicen que la medida de mi prosperidad es 45 en la Unión Europea, 11 en Estados Unidos y 10 en el Reino Unido. Mi prosperidad está cuantificada, regularizada y pormenorizada, tiene medida y conteo calórico, uso recomendado y fecha de caducidad.
Mi prosperidad son las cifras de mi hipoteca, la entrada del cine, los m&m’s que me compro antes de entrar. La sartén de acero de una sola pieza, la carne caramelizada y jugosa y el sabor del fondo diluido en vino blanco y espesado con mantequilla irlandesa. Corto la cebolla con el meticuloso filo de mi prosperidad.
La medida de mi prosperidad son los 6991.8 Km. que me separan de mi país, el porcentaje de inflación que no sufro, los intereses que el FMI impone a la deuda externa que no cargo. Los treinta y dos años que todavía no evidencian mi podredumbre. La medida de mi prosperidad son todos los segundos que no soy capaz de contar, plácido y frágil, triste de mis suaves tristezas, mientras cavilo la madrugada desde mi almohada. Word me dice cuantas palabras cuenta mi prosperidad.
Mi prosperidad tiene una cantidad esquiva de adoquines y algunos cachorros de caminar torpe, muchos pares de piernas delicados e innumerables mendigos con frio. Bebo la medida de mi prosperidad con sorbos breves y decididos, -“definitivamente lo vale”- pienso.
No se cuentan los abrazos ni los besos para mi prosperidad, ni el calor de mi hermana luego de 8 años sin verla, ni la presión de un cuerpo querido, ni la fortaleza del amigo que arriesga por el futuro.
Mi amor mide mucho más que los 186 cm. que circundan mi abrazo, mi esperanza mucho más que los decibelios de mi canto, mi sueño mucho más que las 6 horas de mi inconciencia. Todo lo que soy reniega de los números pero, pobre de mí, nada de lo que soy existe en este mundo aritmético. Existen mi cedula y mi DNI, mi pasaporte, mi número de seguridad social, mi código postal y mi cumpleaños, existirá la fecha de mi muerte, pero no yo.