No sé realmente cual fue mi primera mentira, haciendo un esfuerzo recuerdo vagamente que, bien en el último año del preescolar, bien en el primer grado del colegio, alguna mañana algo rompí, alguna tarea deje de hacer, ensucie mi ropa, dejé caer la comida, ya no lo sé.
He debido tener mucho miedo porque en medio del terror mortal que me invadía concebí quizás mi primera mentira, pero mi yo de 5 o 6 años fue incapaz de llevar a cabo el magistral plan: “papá, no te puedo decir mentiras, pasó... (algo tan terrible que soy incapaz de recordarlo)”.
Dese entonces, sin embargo, he mentido bastante; algunas veces con gravedad y aplomo, otras con dolor y vergüenza.
He mentido por defender una sombra de dignidad, por miedo, por placer y hasta por estética, porque la mentira quedaba bonita.
Podría decir que me he vuelto un buen mentiroso, no por la cuantíay ni siquiera por la práctica, sino por la sutileza, la delicadeza, lo minúsculo de mis mentiras; porque he cebado cada mentira de mi vida en las más incontestables de mis verdades. Así mis mentiras crecen y engordan, ignorantes de que van a reventar tarde o temprano, no importa, el tiempo es lamentira colectiva que más me obsesiona; y la que menos me atañe.
Intento recordar cual fue esa bienaventurada primera mentira, ese primer intento infantil de rebelarme contra la realidad. En verdad no lo sé, pero cuanto he mentido desde entonces y con que desparpajo.
Es un oficio que he afinado involuntaria y tenazmente con los años. Apenas con siete años dejaba caer el sacapuntas cada dos por tres para, al agacharme, recogerlo con la respiración agitada al sentir el calor de la rubia que se sentaba delante de mí. Mentí cada vez que, al saludarla, no la apreté entre mis brazos demente y feliz.
Y cuando tuve ocho años y compartíamos el transporte que nos devolvía a casa desde el colegio volví a mentir muchas veces, fingiéndome dormido para caer sobre su hombro y nunca, malhaya, sobre sus piernas.
Mi ardid fue siempre obvio e inexperto pero sincero. Cuando alguna tarde alguien le dijo -“Engler se está haciendo el dormido”- ella contestó -“déjalo, está bien”- .Yo apreté los ojos empeñado en mi mentira, pero la supe mi cómplice y aprendí algo sobre la felicidad.
Más tarde, de adolescente, supe como mentirme cuando en medio de un abrazo de cabellos negros me dije: “ella es la única, aquí me quedo y me pierdo; y si no la veo más nunca, más nunca habré de hallarme”. Pero el empecinado espejo me devolvía mi rostro a diario, y otros cabellos rubios me enseñaron a encontrarme.
Una característica primordial del arte es su honestidad, cuando quien crea se vierte genuinamente en lo creado su eco resuena y, al encontrarme con su humanidad en la obra, yo también me reconozco humano. Pero el arte es también la capacidad de mentir, de aventurar lo inasible, de dibujar lo impreciso, de recordar lo imposible.
Si esto es así la principal tarea del artista es creerse sus mentiras con todo el pecho, con cada consecuencia, matar y morir por sus mentiras, porque cada muerte es una verdad y los seres humanos hemos aprendido del tiempo que solo los cadáveres perduran.
Me di cuenta de cuál había sido mi mayor mentira el último día de mi vida. Arrodillado sobre mi hijo enfermo, intranquilo, recordando todas las veces que le prometí en mi lengua sin sentido que estaríamos juntos siempre, que jamás le iba a faltar.
Pero me puse de pie y partí, y procuré sonreír durante el viaje para que nadie llorara más de lo necesario. Y cuando supe que no sobrevivió si quiera a un mes de mi ausencia y tuve que llorar como no había llorado nunca en mi vida, aprendía a mentir más y mejor.
Mentir ante todas las preguntas, mentir sobre todos los olvidos, desde el “¿dormiste bien?” hasta el “¿estás contento?”. Miento cada vez que me acuesto a dormir, cada vez que sucumbo ante el humano cansancio.
Amo mentirme en el sueño profundo, degustar y aprender mi mentira, dejarme engañar cuando en la cama no duermo yo sino mi sombra.
Soy definitivamente incapaz de recordar mi primera mentira pero vaticino la última, lejana, enorme y silenciosa.
Mentiré sobre mi tumba, miraré a la muerte con la cara limpia y sonreído le diré que soy débil, que iré con ella sin chistar, que no sembré nada en este mundo, que no extrañaré la hermosa tragedia de estar vivo.
Epitafio
No me esperaba la muerte
Fuerte
Y rápido, pero rápido soy
Y fuerte
¡Ay, pobre muerte!