"No estoy enteramente del lado de nadie,
porque nadie está enteramente de mi lado"
Bárbol.
Una vez yo tuve un árbol, o debiera decir, él me tuvo a mí. Ese árbol fue mío no porqué lo reclamara, tampoco porque lo descubriera, ese árbol no fue mío porque le clavara una banderita de colores ni porque dibujara fronteras a su alrededor, fue mío porque yo fui suyo y solo puede ser de uno aquello a lo que uno mismo se entrega.
Recuerdo claramente el momento en que aquel árbol y yo nos apropiamos cada uno de la forma absurda del otro: caminaba con mi perro (tan mío él como yo suyo), bordeando el límite enrejado del parque zoológico que, apenas a cinco minutos de mi apartamento, me obsequiaba rugidos de león en noches de tormenta y bandadas de guacamayas y garzas en los amaneceres brumosos. Caminaba con el perro al que pertenecía (y pertenezco aún de cualquier modo), en mi país que me reclama no como ciudadano sino como amante, por mi calle que me entiende no solo transeúnte sino hijo, en esa eterna primavera de los trópicos que no obstante florea en mayo por costumbre.
Este árbol mío era, y espero sigue siendo, muy grande, el tronco grande y gris como una fortaleza, la copa grande y encendida como una fiesta. Así son los bucares, altos y fuertes, una antorcha de casi treinta metros de altura, un fuego dulce que “le brota en llamaradas por los dedos”, y las ascuas le caen a los pies creando una alfombra entre roja y anaranjada, olorosa a piel de durazno, para alegría de los venados y los niños.
El árbol era grande y frondoso, y la reja del zoológico no era capaz de contenerlo, la alfombra de flores ardientes traspasaba la reja y ocultaba el gris de los adoquines, se pudría con el sol y embriagaba de licor dulce la tarde.
Soy un místico escéptico, un hechicero nihilista, un creyente sin fe, me parece que es una condición esencial del caribe, donde no existen las brujas, pero de que vuelan, vuelan. Esa tarde de hace no sé qué años, el árbol me susurro su nombre “Bastión de la Primavera” me dijo y más importante aún, yo escuché.
Cada tanto me pregunto cómo seguirá mi árbol, demasiado altivo era para que los avatares de la tristeza colectiva que hoy en día es mi país hagan mella en su florear. De él aprendí la palabra patria; de él que no creía en las rejas ni en los límites, de él cuyo instinto principal, lo conozco bien, es la belleza.
Propiamente dicho, solamente he ido a una manifestación en mi vida, quiero decir: hacer una pancarta, sentirme con la responsabilidad de ocupar un espacio en la calle, de tener que estar allí aún si no hubiera nadie más, no como se acostumbra a ir a las protestas, amparados en la convicción de que somos muchos y haremos bulto.
Fue una marcha en repudio a la invasión de Irak, y en un país que me tenía a acostumbrado a movilizaciones masivas, de decenas de miles de personas a la vez, me dolió que fuéramos solo cientos, si somos optimistas quizás mil o dos mil personas, y aun así pensaba con más tristeza aún que “ni están todos los que son, ni son todos los que están”.
Mi razón fue, por sencilla no menos dura, por visceral no menos racional, por lógica no menos intensa: apenas unos pocos días antes había llorado de rabia ante las imágenes asépticas que traía cnn de la guerra: una Bagdad oculta por la noche, cuyo perfil inerte reverberaba entre estallidos naranja, lejanos, casi festivos.
Ha pasado ya más de una década y ahora me siento nuevamente con razones, no menos duras por sencillas, no menos intensas por lógicas, no menos racionales por viscerales, para defender una parcela de pensamiento aun si no hubiera nadie más con quien compartirla (aunque sospecho que más de un hombro la habita conmigo).
Yo protesto, por ejemplo, porque me han quitado la palabra socialismo, porque durante años se llenaron la boca con ella personas que no estaban comprometidas ni conceptual ni moralmente con su significado (y lo siguen haciendo). Porque la voz de quienes si la esgrimen con propiedad es ahogada constantemente por los fabricantes de verdades, las maquilas del pensamiento que dictan nuestra orwelliana realidad.
Protesto también porque han raptado mi derecho a la protesta, no en todas partes, no en todo contexto, pero en mi país protestar es una fórmula vacía, presta a llenarse del contenido que se vierta, la protesta puede ser la última moda lo mismo que la frustración entendible pero infantil, un día se viste de reclamo básico y legítimo, y al día siguiente luce traje ensayado y efectista.
Protesto por mi derecho a tener historia, y más aún memoria, por saber que la oposición que tan flamantemente se declama democrática en Venezuela ha tenido siempre en las manos una antorcha y en la cara una mueca de pirómano. Protesto por mi derecho a recordar que fueron ellos quienes encendieron el fuego en nombre de un sistema que cree en la masacre antes que en la derrota, protesto por mi derecho a decir que el gobierno que se ha dicho progresista en el mejor de los casos ha dado la espalda al incendio, pero generalmente se place en echarle combustible.
Protesto porque hay quien verá en mis palabras una herramienta para validar sus propias convicciones y nada más. Protesto porque hay quien pasara los ojos rápidamente por el texto, casi al azar y sin saber, porque le han entrenado para procesar la realidad ciento cuarenta caracteres a la vez.
Protesto porque estoy al otro lado del océano y no puedo hacer más que dejar el culo pegado a la silla de escritorio, deambular a las tres de la mañana y contar los parpadeos del cursor entre palabra y palabra.
Protesto finalmente porque alguien argumentara que mis preocupaciones son un pueril intento de superioridad moral, alguien esgrimirá la geografía y la distancia, alguien rascara con uñas y neuronas una manera de deslegitimar mi tristeza.
Protesto sin embargo, firme aún si solitario. Mi país es esta tristeza, esta herida que he tenido desde la primera sonrisa de mis ancestros hasta la última lágrima que me extinga.
Bastión de la Primavera
¿Es un florecimiento fuera de estación?
¿O es una estación fuera de flores?
un verano otoñal pálido y frío
el invierno con su llama blanquecina
El suelo agridulce y quebradizo
las arrugas informes en el viento
el ojo del agua húmedo en lágrimas
durmiendo intranquilo sobre su párpado
La piel adusta del vacío
el abrigo en ciernes del desvelo
la noche perdiendo sus estrellas
una luna sin claro, un claro sin ella
Un tinte nuevo que no espera
un verde multicolor de dos mil ojos
la silueta que se alza en los despojos
es nuestro bastión de la primavera