“…Mi paso retrocedido,
Cuando el de ustedes avanza…”
Violeta Parra
Un día, 14 como hoy, de hace 15 años tenía 16, lo noto en este año 17 y la casualidad numérica es tonta, casi burda, pero me divierte.
A los 16 años yo sabía que no era un hombre aún pero intuía al hombre que todavía no soy, que quizás nunca llegaré a ser: más justo, menos cínico, más entregado y feliz. El tiempo se enreda alrededor de este fracaso que llaman adultez, me hago a él, lo habito, lo cuido, es frágil mi fracaso, tierno.
Suele hablarse de la adultez como algo riguroso, grave, estoico, pero me parece que no es enteramente cierto. Nunca le dicen a uno que la adultez es tierna e indefensa pero lo es, babea la ropa con la que va al trabajo, hace pucheros frente al espejo mientras se afeita, gusta de quejarse por el sueño durante el día y revolverse imparablemente en la cama durante la noche.
Hay que cuidar la adultez, pobrecita, cuando un día cualquiera uno sonríe y se abrasa con brazos solidarios o es abrazado con llamas memoriosas. Uno tiene que tomar luego a la adultez, a la propia o a la ajena y consolarla suavemente, mostrarle números de cuenta, documentos, recibos, para que no se asuste y se extravíe como un animal espantado en el monte.
Yo, que he aprendido la severa responsabilidad que significa adoptar una adultez, me la cuido con mucho tacto, la saco a pasear varias veces al día, la alimento con una dieta de distracciones y de urgencias, muy bien balanceada, milimétrica.
Mi adultez, no hay duda, está sana, fuerte, vivaracha. Es capaz de montarse en el metro, cruzar la calle sola, comprar comida, ir al dentista. Hay quien confunde al hombre y a la mujer con la adultez, hay para quien la adultez es una especie de pubertad social en la que un ser desarrolla los caracteres secundarios propios de un ciudadano: la nómina, el número de seguridad social, el nombre en el buzón, etc.
Un signo propio de la adultez es la capacidad de vivir en el presente, pero no fundamentado en el enfoque preciso de lo cotidiano, sino en la práctica sistemática de la desmemoria, porque ya sabemos, la adultez es frágil, no sabe uno cuando puede venir una canción y echarlo todo por la borda, cuando una frase o un gesto puede sacudirte los años de cuidadosa burocracia mental que sustentan la adultez.
La adultez no es, para mí al menos, un síntoma de la edad ni el antónimo de la niñez, se puede ser un niño adulto, me atrevería a decir que lo que más se estila es ser un adulto infante, no mujer, no hombre, un adulto accidental que camina torpemente y se comunica más torpemente aun, desinteresado en los significantes e incapaz de producir un significado.
Yo protejo mi adultez, o procuro hacerlo, porque me da ternura, por temor a pecar de negligencia, porque a lo largo del tiempo le he agarrado algo de cariño. Tengo que defenderla de canciones y películas, de libros y poemas, de fotos, de palabras, tengo que esconderla todo el rato, ¡El mundo de mi adultez es tan pequeño y es tanto lo que la asedia!.
Hace 15 años yo tenía 16, estaba a punto de cumplir los 17 pronto y aunque no era un hombre todavía ya sabía amar valientemente, ya había sentido la fuerza indescriptible de un palpitar colectivo, ya había sentido el miedo y la trepidación por el futuro.
A los 16 años me bullía el cuerpo con la esperanza de mi gente, había un nombre de mujer que no me dejaba dormir y al mismo tiempo ero lo único que me permitía conciliar el sueño. A los 16 años comencé a descubrir mi ciudad, los recovecos hollinados de una hoguera humana y mineral. A los 16 años temieron amarme, algún tiempo después hubo quien se atrevió a amarme a pesar del temor. A los 16 años me arrepentí de no ser más de lo que fui, de no hacer más de lo que hice, a los 16 años aprendí a maldecir.
A los 16 yo sabía que el arte no cambia al mundo pero que no vale la pena cambiar el mundo sin arte, que es hermoso equivocarse en pos de la maravilla, que la maravilla no es una excusa sino una necesidad, que a pesar de lo que pese amar es la condición esencial del ser humano, que no importan las cursilerías si uno es sincero, que lo que yo llamo humanos, parece, están en peligro de extinción desde siempre.
A los casi 32 sé poco más, sé que me cuesta más creer en lo que he creído, sé que pierdo lentamente la batalla contra el tiempo, sé qué recordar es casi un gesto de fe. Sé que admiro al muchacho de 16 y le encomiendo a diario al hombre de 31, que ya tengo otra vida tan larga como su vida a cuestas y que hago lo que puedo para no decepcionarlo.
Ahora, que las madrugadas se hacen cortas, me acecha el recuerdo de los 17, está pronto, se alinea para reclamar su parcela de memoria alguna noche de verano insomne. Ya lo presiento, noto su figura imprecisa en el futuro inmediato, ya entera: torpe, equívoca, triste. Un hombre, al fin y al cabo.
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