Como tantos otros, no puedo dejar de pensar en París, una ciudad tan omnipresente que a uno le parece conocerla aun sin haberla pisado jamás. La verdad es que no oso conocerla (aunque espero visitarla), la comprendo ajena, misteriosa e inaccesible. La París que añoro, paladeada por otras bocas, es la melancolía de hombres y mujeres que ya han muerto.
Pienso en París y pienso en los impresionistas, sus escenitas burguesas llenas de color, o mejor dicho, sus coloridos escenarios llenos de burgueses. La barba de Monet paseando entre jardines, las artríticas manos de Renoir trazando magia sobre un lienzo y las eufóricas naturalezas muertas de Cézanne.
Pienso en Pierre Louÿs y sus depurados excesos, la métrica exacta con la que embriaga sus palabras. Pienso en Marcel Schwob casi con delicadeza, como si el pensamiento fuera frágil o efímero y se me desvaneciera a veces en oscuros pasadizos. En parís expiraron como el último titilar de una estrella, los anteriores y mil más, Satie y Ravel, Baudelaire, Wilde y Bretón. La París que yo recuerdo aun sin conocerla, es como un cementerio de elefantes o una playa helada del sur del mundo: el lugar legendario y secreto donde van a morir las maravillas.
Nunca he sido bueno con las citas literarias, tengo una gran memoria para las canciones, algunas películas y muchas series animadas, pero con la literatura (o al menos con la prosa) mi memoria nunca ha sido diligente. Aun así hay una frase que puedo citar sin previo aviso como si fuera un acto reflejo:
“Sí, pero quien nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la Rue de la Huchette...” así empieza una parrafada larga, tres páginas del capítulo 73 de Rayuela, que es a su vez el primero.
Sé a través de google maps que la Rue de Huchette, está paralela al Sena, cerca del puente de Saint-Michel, el mismo google maps dice que solo debemos caminar 350 metros para plantarnos ante Notre Dame. En ese “primer” capitulo Julio Cortazar me habla de una París carcomida por la niebla, ya no encarnada y decadente como la de Hemingway sino vencida, derrotada bajo la cotidianidad, una París de ancianato, con todas las memorias de su gloria apelmazadas bajo la almohada. Por esto los personajes, seguros de que el gran incendio del siglo ya ha pasado y que solo les queda vivir las cenizas, se proponen arder ellos mismos, sin descanso, para siempre.
Ahora que veo a esa ciudad, esperpéntica y hermosa a partes iguales como si la hubiera dibujado Touluse Lautrec, sufriendo tan terriblemente y sabiéndome tan lejos de sus calles pero también de su dolor, de sus dos rostros doblemente tristes y de sus miedos reptantes, extraño sobre todo a las voces familiares que me la han relatado mil veces.
Extraño a Cortazar y lo que tendría que decir, él era mi corazón en Francia, y al descansar en Montparnasse un poco de mi corazón yace allí, quizás por eso duele ahora.
Ojalá y no tuviera que sentir vergüenza, de mi propia humanidad y de mi memoria, de la calma que me cubre, de los kilómetros que me separan de la sangre, pero la siento a diario con mi propio país y continente. Se me vienen tantos franceses y europeos a la mente que no los puedo contar, pero aunque lo intento con ahínco no puedo recordar una sola letra del nombre de aquel poeta Africano que me relampagueó el alma cuando tenía 17 años, ni de aquel Iraní que veía el universo en su taza de café. Inmediatamente relaciono Marruecos con “La muerte de Sardanápalo” y los “Fanáticos de Tanger”, dos magníficas pinturas del frances Eugene Delacroix. De Egipto y de Iraq solo conozco las piezas de museos, robadas en otros tiempos y ahora exhibidas en Berlín y en Londres. De Siria sé poco más que los olivos y su historia reciente manoseada y sangrienta, no siempre por los Sirios.
Mi África y mi Oriente Medio son una triste laguna y cada vez que me acerco noto que el agua, densa y turbia, está sanguinolenta. Ojala y no tuviera que avergonzarme de mi ignorancia ni del colectivo estremecimiento que nos sacude cuando las explosiones truenan en nuestras ventanas, pero que se desvanece cuando las bombas caen entre las dunas. Si en el desierto se pierden las huellas y los caminos, entonces está claro que nuestra memoria es un desierto
Ojalá y la Religión no fuera la excusa perfecta para que lo más pobre de los hombres se arme de cobardía y de balas para pavonear su crueldad sin forma. Ojala y la rabia y la indignación que justamente sentimos no sea transfigurada por la desesperación de los inocentes ni por los comerciantes de la tristeza, esos que tan acostumbrados están a rumiar los huesos de la tragedia.
Ojalá, Ojalá, law sha'a Allah, si dios quisiera.
Ese dios que aún los ateos invocamos no es el mismo que blanden los crueles desesperados como espada, ni ante el cual se alzan los maquinadores de siempre como escudos.