El parque los caobos es un bosque de algo más que de árboles, además de los enormes árboles titulares, los acentos de bucares y los setos rebeldes, también le son endémicos los carritos de helado, depredadores diurnos y nocturnos, los perros, los niños y las estatuas.
Cada bosque posee sus propias reglas, sus ciclos y su clima: mientras los grandes árboles se entretienen en capturar los sonidos de la ciudad y ahogarlos entre sus ramas, abajo los perros son un boceto fugaz que chapotea en la fuente o en los charcos de agua, los niños examinan los volcanes de bachacos con el mismo interés destructor con que se pasean ciertos individuos sombríos por los caminos más solitarios del parque. Todos estos mundos me son ajenos, algunos huyen de mi a la inevitable velocidad de mis años, de otros huyo con el paso acelerado de quien se sabe en peligro.
De todos los bosques que coinciden en el parque es el bosque de las esculturas el que me fascina. A pocos metros está el jardín de las esculturas del museo de bellas artes, confinado y virgen tras las paredes del museo, pero en los caobos las esculturas crecen salvajes, a mitad del camino, como un accidente topográfico o como una ceiba desafiante en medio de la sabana.
Hay una yegua feroz que exhibe ruedas de carreta y una crin despeinada tras un pecho desafiante, las ruedas, estáticas, parecen estar allí solo para contener el indudable poderío de la centaura desbocada. Hay un rostro desmigajado que escucha su propio reflejo y apuesta su otra mejilla al cielo. Los ojos huecos de ese gigante roto miran al cielo extrañados e inertes, quizás anhelando glorias pasadas.
Ese rostro agrietado escucha en el viento y lee en el cielo lo que anuncia otro habitante del parque. “un hombre no es un pájaro y debe soportar la ruindad de estar unido a la tierra como los ángeles al cielo”. Si el pobre Ícaro se despeñó hasta el suelo por haber volado muy cerca del sol es entendible que haya sido cerca del caribe, donde el gigante de fuego parece a la vez más rugiente y más dócil que en otras latitudes. Ícaro yace sentado, viejo y cabizbajo, las correas de sus violentas alas rotas y el brazo derecho perdido, extraviado de la realidad tal vez por vergüenza o cansancio.
“Un hombre no es un pájaro”, dice el pedestal que lo eleva sobre la tierra ruin y fértil. A su alrededor, niños corren persiguiendo sombras y papeles, agitando los brazos al ritmo de un colibrí.