Un sofisma, dice el diccionario de la real academia española, es: “Razón o argumento aparente con que se quiere defender o persuadir lo que es falso”. Un argumento que parece lógico, pero que bajo examen, pierde fundamento. Una paradoja es “Aserción inverosímil o absurda, que se presenta con apariencias de verdadera”. Ambos conceptos están profundamente vinculados, por ejemplo:
La sociedad otorga el poder a los poderosos.
Los poderosos pueden dictar la sociedad.
Para cambiar la sociedad necesitas el poder.
Para conservar el poder tienes que dejar la sociedad como está.
La premisa es tan ridículamente falsa que, como toda gran mentira, parece indiscutible y se la repite y vive con una firmeza militar.
Sin embargo bastaría una sola pregunta para desbaratar el argumento, podríamos por ejemplo preguntar:
¿Cómo llegaste al poder?
No, esa no es la pregunta, si llegaste al poder para cambiar las cosas es seguro que nadie te lo concedió por pura buena voluntad.
¿Cómo tomaste el poder?
Tampoco, pero casi. Es también seguro que nadie se dejó el poder olvidado sobre la mesa de noche, como aburrido de él, para que lo tomaras en un descuido.
Sospecho que el poder tampoco se le cayó al poderoso del bolsillo, que lo tiene aferrado con puño firme.
¿Cómo arrebataste el poder a los poderosos?
Eso se parece más a la pregunta y también:
¿Qué hiciste para asaltar el poder?
¿Luchaste contra él?
¿Te peleaste con los poderosos?
¿Te negaste a aceptar su poder?
Hablo del poder como de un monolito, perfecto, inquebrantable, porque ese el modo en que los poderosos nos han enseñado a hablar de su poder, su poder insulso y cobarde, aunque efectivo sin dudas.
El poder que ostentan los amos es el de las investiduras, el que dan las cintas, las diademas, las medallas, los anillos, etc. De tanto adornar el poder en algún momento los adornos comenzaron a dar el poder.
El poder último es el del dinero, la más grande abstracción de la humanidad, que intercambiamos a diario convencidos de que es algo más que papel. Todos sospechamos al fin y al cabo que un obispo sin el traje rojo es un gerente ricachón que solo trabaja algunos domingos, lo mismo que Darth Vader sin su armadura es un señor con un caso de asma severa.
En realidad no vale la pena arrebatarles el poder porque su poder es burdo y estéril, se lo puedes quitar de un manotazo, como quien hecha por tierra un fruto podrido, pero no quedarte con él, esa es la trampa, si te quedas con su poder abrazas su lógica y su lógica es ese sofisma absurdo.
Si llegas al poder para cambiar las cosas llegas en los brazos de otro poder, al mismo tiempo más real y más poético, la voluntad acerina de quien no tiene nada que perder.
En otra trampa del lenguaje aceptamos la validez de la abstracción del dinero pero negamos la realidad del abstracto deseo, en realidad es el deseo el que nos mueve, el que clava el arado, el que mueve el lápiz, el que hala el gatillo, somos esclavos del deseo porque el deseo es el signo más libre de la humanidad.
Pero el caribe es magia cotidiana y es natural que el más abstracto de los dones sea para mí algo tangible, una fruta madura de esas que se toman con la mano al borde de la carretera.
Todo este divagar viene en los talones de dos procesos electorales que me ha tocado vivir recientemente. Por una parte el de mi país, Venezuela, donde el pueblo abrumadoramente reveló su decepción con el proceso de cambios que inició hace casi 20 años, digo decepción porque no cuento en mi pueblo a los que nunca arriesgaron para ser ellos mismos, sino a los que una y otra vez dieron la cara y el corazón por defender su futuro y que en los últimos dos años se quedaron abandonados, nuevamente traicionados (voluntaria o involuntariamente), con la esperanza anudada al pecho.
Me pregunto una y otra vez en qué momento nos dejamos atrapar por el sofisma del poder, cuándo empezaron las concesiones a la realidad impuesta por los antiguo amos, en qué momento resultó más vital conservar el poder (ese poder manoseado que heredamos de los carroñeros) que transformar nuestra realidad.
También viví hace poco en España, como un hombre de treinta años, lo que viví en Venezuela como un adolescente de trece: el germen de una alternativa para el cambio en una sociedad temerosa y acostumbrada a su prisión. “Podemos” adolece de contradicciones y defectos, indefiniciones y angustias, como buen adolescente. También tiene la fuerza juvenil necesaria para despreocuparse del poder vetusto que blande el bipartidismo y, espero yo, acordarse de que en lugar de hacerse con el poder envejecido tiene que suplantarlo con los bríos del futuro que irremediable, urge por nacer.
No restan “los perseguidores de cualquier nacimiento”, como diría Silvio, ni los embalsamadores que confunden la tristeza con el cadáver de la esperanza, pero creo en la inevitable victoria de la humanidad, cueste lo que cueste. Creer es mi razón de existir, esa abstracción, dulce y ácida como un durazno firme.