Ojitos era, junto con su hermano Manchitas, mascotas de mi hija Xochilt. Llegaron al apartamento que alquilaban en Maracay[1], cuando ella tenía 4 o 5 años. Manchitas murió por tomar desinfectante con aroma a chicle y Ojitos quedó sólo, aunque con la compañía de Xochilt.
Durante unos dos años, Ojitos vivió con Xochilt y su mamá en Turmero[2]. Era un perro juguetón, aunque muy territorial, por lo que asustaba a los vecinos si lo dejaban salir a la calle, por su empeño en agrandar “su” territorio.
Pero llegó el tiempo en que Xochilt tuvo que mudarse a Puerto Ordaz[3]y Ojitos quedó sólo, al cuidado de una tía, quien venía a visitarlo una vez por semana, pues la casa quedó sola.
En una ocasión, me tocó ir a esa casa a buscar algo y lo conseguí temeroso, en un cuarto, bajo una mesa, en medio de restos de comida y excrementos, y me partió el alma. Le planteé la situación a la mamá de Xochilt y le pedí la posibilidad de llevarme a Ojitos a mi casa.
Allí fue que comenzó mi historia con Ojitos. Yo vivía en una casa en Palo Negro[4], en un urbanismo donde aún faltaban por construir muchas casas, por lo que había mucho terreno y espacio entre casas. Allí encerraba a Ojitos en el día, mientras iba a trabajar, y lo sacaba en las mañanas y noches para que aliviara sus esfínteres. Como la parcela de mi casa no tenía paredes ni cercas, lo tenía que tener en la propia casa. Así lo tuve un mes, mientras se acostumbraba a su nuevo hogar, a sus nuevos olores.
Un fin de semana, decidí probar a soltarlo, con el riesgo de que se fuera, o se perdiera, o se metiera en problemas. En la mañana, lo solté para que hiciera sus necesidades (antes, paseaba con él y lo llevaba encadenado). Lo seguí a una distancia prudencial. Iba emocionado olisqueando todo a su paso y marcando “su” nuevo territorio, ampliado a límites jamás sospechados. Me cercioré de que no tenía la tentación de irse del urbanismo y me devolví a la casa. Sin embargo, de vez en cuando aguzaba el oído o me asomaba en la ventana para ver si regresaba. No lo hacía y pasaba el tiempo.
Salí a buscarlo y no lo veía. Empecé a llamarlo mientras me encaminaba hacia la entrada del urbanismo. Por allá lo vi oliendo otros perros. Lo llamé de nuevo, me escuchó, me miró y corrió a mi encuentro. De allí nos fuimos a la casa.
Al día siguiente lo solté otra vez. Esta vez lo dejé sólo de una vez. Pasó todo el día fuera. En la tarde, sentí el rasguido de sus patas en la puerta. Entró como si nada, buscando agua.
De allí en adelante, cuando iba a trabajar, lo dejaba todo el día fuera. Cuando regresaba, lo encontraba esperándome en la puerta de la casa, echado en la entrada. En la mañana me despertaba de madrugada lamiéndome la cara y gimiendo para que lo dejara salir a hacer sus necesidades. Luego desayunábamos juntos (especialmente cuando comía pan dulce). Yo me vestía y salía. Él me acompañaba hasta la entrada y se quedaba mirando mientras yo me alejaba. En varias ocasiones se empeñó en seguirme fuera del urbanismo, a pesar de mis intentos por que se quedara. Siempre subía al transporte con la preocupación de no volverlo a ver. Pero, al regreso, siempre lo veía esperándome en la puerta.
Como dije, era muy territorial. El vecino más próximo siempre era acosado por Ojitos, quien le ladraba furiosa y cercanamente. Yo lo reprendía, pero no hacía caso. Hasta que una vez lo ví tranquilo delante del vecino y éste me dijo: “descubrí que le encanta el pan dulce, así que le doy un pedazo y me deja en paz”. En otra ocasión me llegó la noticia de que mordió a una señora. Yo estaba preocupado por eso, pero en los detalles me enteré que fue sólo una mordisqueada sin daño físico. Sin embargo, por un tiempo lo soltaba con un bozal, para evitar reclamos o demandas. Poco a poco, Ojitos se fue habituando al terreno, a las personas y al resto de los animales. Aunque una vez, por estar de “alzao”, se peleó con un Chow-chow más grande que él y llevó la peor parte. Eso fue mientras trabajaba. En la tarde, cuando llegué, lo conseguí adolorido y ensangrentado. Lo curé como pude y lo encerré varios días por previsión. El otro perro también fue encerrado.
Una vez me llegó cubierto y hediondo de excremento de vaca. Lo regañé fuertemente, ya que así no podía entrar a la casa y no tenía mucha agua. Lo encadené a la ventana, por fuera, mientras se ventilaba el olor y me abastecía de agua. Luego lo bañé, quedó limpio, brillante, oloroso. Lo mantuve encerrado mientras se secaba. Cuando lo solté en la tarde, salió directo a embarrarse otra vez. Le encantaba ese olor. Llegó como si no lo hubiera bañado. Esa noche durmió afuera y pasó todo el día siguiente afuera. Luego tuve que bañarlo y encerrarlo hasta que desistió de embarrarse de nuevo.
Cuando iba de viaje por varios días, mi vecino lo cuidaba. Ya eran “panas”. Este vecino tenía una perrita que enamoraba a Ojitos. Así que no me preocupaba por sus cuidados. Pero el tiempo llegó en que el trabajo en la zona escaseaba y me tocó migrar al oriente del país. Al principio, viajaba cada quince días, pero luego se me hizo más duro el viaje frecuente. Me estabilicé en San Tomé[5], aunque aún sin vivienda propia, por lo que se hacía difícil llevármelo. Al final, cuando vendí la casa en palo Negro, tuve que dejar a Ojitos con el vecino. Ya era papá de dos cachorros, un papá feliz.
Pienso que Ojitos fue feliz mientras tuvo compañía. Primero, tuvo niños como compañeros de juego. Luego, tuvo todo un urbanismo de más de 30 hectáreas para su esparcimiento y exploración. Y tuvo todo el cariño que le pudimos dar quienes lo amamos.
Fue mi compañero incondicional en mi soledad palonegrense.
Douglas Sucre
[1] Capital del estado Aragua (Venezuela)
[2] Pueblo del estado Aragua (Venezuela)
[3] Ciudad del estado Bolívar (Venezuela)
[4] Pueblo del estado Aragua (Venezuela)
[5] Pueblo del sur del estado Anzoátegui (Venezuela)