“Como el lindo clavel solo quiso florecer, y
enseñarnos su belleza y marchito perecer,
todo tiene su final, nada dura para siempre
tenemos que recordar que no existe eternidad”
La caducidad es un concepto intrínseco a la existencia, “todo tiene su final, nada dura para siempre”. En la conciencia de que nuestra vida se agota, de que cada respiro es uno menos en una cuenta atrás que no sabemos cuándo acaba pero que deberá acabar irremediablemente, reposa buena parte de nuestra noción de humanidad.
En “El hombre bicentenario” un androide lucha, con la ayuda de su familia adoptiva de carne y hueso, por conseguir el reconocimiento como humano. Luego de sustituir uno a uno sus órganos de robótica eficiencia por replicas humanas y de argumentar su capacidad e raciocinio, de aprendizaje, su creatividad y expresividad artística, le es negado aún el derecho de ser llamado humano. La razón: su cerebro positrónico, brillante e incansable, es imperecedero. No la muerte de sus células, sino de su personalidad, de la entidad conocida como Andrew, es lo único que puede convertirle en humano, la finitud de la existencia es nuestra condición básica.
Desde Hector Lavoe hasta Isaac Asimov, los muertos nos dijeron en vida y nos demuestran con su muerte que la característica más universal del humano es desaparecer. Nacemos y morimos iguales, pero el nacimiento es el principio de todas las desigualdades y la muerte su final.
No es extraño que este concepto permee nuestra manera de ver todas las cosas, de juzgar el mundo cognoscible. Aplicamos esta lógica a todos los conceptos, insistimos en que todo ha de extinguirse: la leche, el atún en lata, las medicinas, el imprevisible aguacate. La calabaza ofrecida a Santa Bárbara aguarda pacientemente la hora de su estallido, su sacrificio final, hediondo y solidario.
Pero la manía que tiene nuestro cerebro de asignar patrones a todos los espacios y conceptos parece haber asociado finitudes humanas a magnitudes metafísicas.
También caducan las ideas, además con breves periodos de consumición recomendada: está bien creer en la justicia social si eres joven, está bien soñar con la revolución mientras lo dejes en sueño, mientras el desliz pueda achacarse a la inexperiencia.
Cuando estás joven, cuando todavía no tienes callos ni en las manos ni en el alma, está bien desear la utopía, pero mira la etiqueta en el reverso: “consumir preferentemente antes de los treinta”, que después está mal visto y empieza a oler. De adulto se te permite desear cualquier cosa que te distraiga del peso de recordar, no vaya a ser que se te ocurra volver a las viejas andanzas y arriesgues indigestar el sistema por esgrimir palabras caducas. De viejo se te permite desear descanso, tus posesiones de vigencia aprobada se limitan al tedio y el desencanto, cualquier otra cosa la asumes a propio riesgo.
Siempre me ha desagrado la idea de la vida por etapas, me rebelé y fue una etapa, fumé y fue una etapa, lloré y fue una etapa; no pasa nada, las etapas se queman y se quedan atrás. A La sociedad le encanta el concepto de borrón y cuenta nueva, pero todos sabemos que por más que borres en el papel se intuyen las marcas del lápiz y que si borras demasiadas veces la página termina por romperse.
La conquista de américa caducó hace siglos, el genocidio de la población originaria está ya muy visto, más de quinientos años desde que hubo el primer muerto así que mejor olvidar, que la fecha de expiración para las tristezas, los perdones y las culpas, pasó hace mucho tiempo.
Las palabras tienen una fecha de caducidad altamente variable, aunque sospechosamente consistente, al menos en la etiqueta. Resulta que “socialismo” “comunismo” y “revolución” caducaron en 1989. Parados sobre las ruinas de la mentira soviética llegamos felizmente al fin de la historia. El sello estaba claro: “este siglo mejor consumirlo antes de 1989” pero yo tenía cuatro años y no sabía leer.
Lo curioso es, y eso debe tener que ver con haber nacido en un país pequeño y atrasado, que no había caído aun el muro de Berlín cuando en Caracas se ponía en evidencia que “desigualdad”, “hambre”, “tristeza” y “rabia” seguían tan vigentes como siempre. Mi cultura también estaba caduca, mi país no tenía cabida en las bandejas plastificadas de los supermercados, la puedes conseguir claro, bajo amenaza de cólera, en la retaguardia de un camión destartalado, junto a verduras viejas y cilantro marchito.
Se ha dictaminado también que “colonialismo” se cayó, pútrida, hace tiempo de la lengua, lo mismo que “esclavitud” y “exclusión”. Las palabras vigentes son “globalización”, “mercado” y “oportunidad”, los sonidos quizás han caído en desuso, pero el significado me sabe repetido.
Nos han querido convencer de que de alguna manera han expirado todas las respuestas, aun cuando las preguntas siguen en plena vigencia.
Mi condición de humano perecedero y breve no me permitirá conocer (quizás por fortuna) las caducidades que nos impondrán en el futuro debidamente etiquetado y reglamentado por los que hoy me proclaman vencido. Yo solo sé que nunca temí a la fecha impresa en los cartones de leche, porque mi abuela la hervía con azúcar y yo me pasaba las tardes comiéndome el dulce.