Desde que recuerdo, al menos en mi vida adulta, nunca me ha gustado la navidad. La navidad es un asalto a los sentidos y resulta avasallante para mi personalidad austera, aunque entiendo que a otro tipo de personas pueda, por el contrario, energizarle. Ese disgusto se hizo más patente en cuanto Grozny llego a nuestras vidas. Me resulta difícil creer que alguien disfrute del ambiente navideño con una mascota en casa pues en mi experiencia ellos, que no entienden realmente que está pasando, sufren con mucha mayor intensidad ese asalto sensorial.
Mientras algunos, muchos, celebraban y nuestra misma casa estaba adornada y todos nos habíamos bañado y perfumado; la mesa servida con algún plato especial, además de la tradicional hallaca y el pan de jamón, nos íbamos turnando la ansiedad y la frustración de estar con el imponente Grozny ahora asustado con cada petardo que se disparaba ya desde temprano, pero aumentado de forma exponencial de acuerdo se acercaba la madrugada, sin mucho más remedio que la solidaridad y la rabia contenida; los calmantes, cada año uno nuevo, no fueron nunca de mucha ayuda.
Uno se agachaba así, con el pantalón y la camisa muy limpias, con el cabello peinado, con las uñas perfectamente cortadas, en el pequeño muro que separa la ducha del resto del baño, sobándolo y diciéndole suavemente: “ya va a pasar papito”, “tranquilo gordito, tranquilo” sintiéndole el corazón desbocado y tratando de esconder todo su cuerpo en el recoveco más oscuro del baño, donde no cabría siquiera su nariz.
Las salidas con Grozny en las mañanas del 25 de diciembre y el 1 de enero eran la exigua recompensa por haber soportado la desesperación de las noches de 24 y 31, y mi mamá y yo lo sacábamos un día ella y otro yo para compartir el disfrute.
En esas mañanas todo era nuestro, el mundo entero se quedaba en casa con su resaca y todo el aire fresco de la montaña y la humedad palpable del ambiente lo limpiaban a uno. Al bajar uno de esos días yo respiraba con un alivio goloso, tratando de tragarme todo el aire, de sorber completamente ese mundo a la vez delicado y exuberante, hecho milagrosamente virgen de nuevo por gracia de la borrachera generalizada.
Grozny paseaba con más altivez aun que de costumbre, dominador de la calle como un león de la sabana, alternando el trote y el paso lento cuando volteaba a mirarme de vez en cuando, protector de su séquito.
Recordando puedo atisbar cada accidente de la topografía particular del estacionamiento, la basura desparramada en la esquina lejana, a donde siempre quería tornar la nariz de Grozny y que uno debía sortear describiendo una curva larga entre pequeños y constantes tirones de la cadena; el araguaney al centro de la isla, las bastas escaleras que conectaban con el siguiente bloque de edificios. Al otro lado el cráter que había dejado la explosión de una tubería de agua, geiser de muchos días, y había hecho florecer monte en medio del asfalto, luego la cancha de baloncesto, donde tantas veces jugué con él y aprendí lo que se sentía ser feliz.
Luego el largo recorrido bordeando la reja del parque zoológico, atisbando a través del cercado los árboles y los pájaros que recién se desperezaban también, más abajo alzar la mano para intentar tocar y saludar al bucare gigantesco que asoma desde detrás de la verja; evitar la isla en la avenida donde los groseros brujos llaman al amor o a la venganza con frutas podridas y aves muertas, dar un vuelta en la plaza solitaria y hacer el recorrido de vuelta, seguros de haber acariciado, más que caminado, al suelo con cada paso, seguros de haber bebido la realidad más que respirado el aire, reponiendo fuerzas para lidiar con los rezagados que aún querrían explotar petardos a cada hora, no habiendo gastado aún su arsenal.
La calle seguiría siendo calle, desconsiderada con todo lo que fuera delicado y noble, pero por un momento se nos desnudaba, íntima y cómplice, suave. Quizás también fuéramos nosotros, para ella, un merecido descanso, una pequeña recompensa.