Ese lunes era 24 de enero del año 2000. Decidimos encontrarnos ya que él había llegado de viaje. Casualmente yo había cumplido años hacía dos días y esa era otra excusa para estar juntos. Así que decidí quedarme con él en su pequeño cuartito que arrendaba en un espacio arriba de la quinta donde vivía su amigo de Los Palos Grandes. Allí en esa casa, había dos perros, hembra y macho de la raza Chow Chow. Kimba – el macho- ya me conocía y subía por las escaleras que daban hacia el cuarto. Yo me sentaba en el piso al borde de la puerta y comenzaba a sobarlo. Luego de un rato él me gruñía, indicativo suficiente para entender que ya era bastante. Con Simba, era menos estrecha la relación, ella me respetaba y yo a ella, además estaba embarazada y próxima a parir.
Esa noche de amor y reencuentro, compartimos tertulias y música como era nuestra costumbre hasta quedarnos dormidos uno junto al otro, bien pegaditos. En la madrugada él, que es sumamente sensible a los sonidos por su sueño ligero, me despertó porque escuchó algo con los perros. En la mañana muy temprano nos alistamos para cumplir cada uno con sus deberes, y sobre todo yo con mi horario. Al ver al dueño de casa éste nos contó que Simba había parido dos cachorros, hembra y macho y que la hembrita murió al poco rato.
Nos sorprendió mucho esta extraña coincidencia, una de las varias que siempre nos pasaban. Estar allí el mismo día del parto de Simba. Así que lo único que pensé en ese momento es que el nuevo cachorrito era un acuariano igual que yo y que sólo nos llevaríamos 3 días de diferencia en el cumpleaños.
Cuando fui la próxima vez a esa casa, ya el bebé perrito estaba como una pelotica de peludo que era, jugueteando por todo ese jardín con mamá y papá de lo más felices. Me gustaba ver esa imagen. De ahí no pasaba. Y él me decía: “¿no me has dicho más de una vez que quieres un perrito? ¿Y si te doy ese, lo quieres?” Y yo decía: no, no déjalo así, era jugando.
Cuando al bebé le faltaba una semana para tener 2 meses, llegó la sentencia: “¡ya lo compré, es tuyo y vamos a buscarlo!”.
Yo, entre que no y que sí, fue que sí. Lo buscamos y nos montamos en un taxi para la casa, me lo coloque en las piernas a esa pelotica peluda. Era una verdadera mota beige clarito. Iba dormidito por todo el camino, una verdadera belleza. Allá lo llevé a mi casa y todos sorprendidos de lo lindo que era, pero a su vez medio confundidos y hasta molestos. Por ejemplo mi hijo. Nunca le consulté nada y entre sonrisa y extrañeza comenzó a acariciarlo. Mi mamá fue otra que arrugó la cara (me imagino por la experiencia de saber cómo son estas cosas).
De inmediato se inició la discusión de cómo se llamaría. Llovían nombres, propuestas y a mi se me ocurrió que por ser acuariano era rebelde y que además decían que esa raza era difícil, así que solté en la sala mi propuesta de nombre: ¡Grozny!. Además porque por esos días leía todos los días en las páginas internacionales del diario, la cantidad de luchas y enfrentamientos que se daban en esa ciudad, capital de Chechenia. La propuesta fue aceptada por unanimidad.
Así empezamos a lidiar con Grozny, a entender sus señales y él las nuestras. Mi instinto maternal volvió a retroceder como si fuera yo la recién parida. Le comprábamos juguetes, peines, cepillos, correas, cadena, un verdadero mercadito para esa pelotica tan linda. Grozny creció más rápido de lo que me pude dar cuenta y ahora lamento no haberle tomado fotos de bebé, porque mi descripción aquí de su belleza no da señas de lo que realmente fue.
Grozny pasó a ser el hijo que él y yo no teníamos y el hermanito de mi hijo. Todo empezó a girar en torno a él y lo qué le hacía falta. También los problemas e incomodidades se empezaron a sentir cada vez con más intensidad. Sobre todo porque mientras aprendía se hacía pipí y pupú en cualquier parte. Fue así cómo entre Gorzny y mi papá se desarrolló una enemistad intolerable que nos obligó a buscar otra residencia para evitar una tragedia posterior. A eso se le suma que un día muy temprano en la mañana lo bajé suelto, porque sabía que lo iba a frenar la reja (siempre cerrada) pero en ese momento entró una señora con su perro y Grozny lo fue a atacar y la señora, al interponerse, fue la que llevó el mordisco de mi perro en la nalga. La llevaron al médico, le entregué todas las vacunas, pero igual tuve que asumir los gastos de antibióticos, etc.
Nos mudamos al edificio de al lado. Un apartamento en donde sólo estábamos quienes adorábamos a Grozny y por ende aceptábamos sus desmanes. Pero esa belleza de Oso como lo llamaba él, o Papito cómo lo llamábamos mi hijo y yo, era igualmente enfermizo y allí empezaron nuestras serias preocupaciones. Hubo que afeitar su melena de león para poder curarle una llaga en el cuello. Ese fue nuestro primer dolor, ver sufrir a esa motica sintiéndose desnudo sin su melena imponente, que no podía expresar lo que realmente sufría. Lo único que hacía era mostrarse apesadumbrado, cabizbajo. De ahí en adelante cada seis meses “el papito” andaba enfermo, curas por aquí, por allá, hospitalizándolo, pipetas contra pulgas y garrapatas, análisis, antibióticos, el odiado por todos collar isabelino y muchos etcéteras.
Por fin llegó el día de mudarnos a nuestro propio apartamento y tuvimos todo el cuidado de adaptar a el peludo a su nuevo hogar, lo cual no fue difícil porque todas las pertenencias eran las mismas y siempre dormía debajo de mi cama, que no ha cambiado desde entonces.
Intentábamos ser justos en distribuir quién bajaba a Grozny en la mañana y en la tarde. Nunca lo conseguimos. Pero hay que destacar que los paseos con el Papito eran realmente una cosa especial, muy especial. Yo que lo bajaba a las 5:30 o 6 de la mañana, apreciaba cada detalle de todo lo que la naturaleza me ofrecía en el alba. Grozny era feliz y me hacía a mi feliz por verlo así. Me quitaba el palo de la mano y echaba a correr, y yo detrás persiguiéndole. Ahí su cuerpo se arqueaba de una manera diferente, que hacía entendible su alegría y yo disfrutaba tanto esos momentos, que podían pasar 45 minutos en ese paseo. Todo el que pasaba tenía que ver con él, si lo veía un niño a la altura del zoológico decía “mami, ¡un león!”. Revivo esos momentos con una nostalgia incontrolable. Era un orgullo pasear con esa mascota tan majestuosa, de tanto carácter y de tanta presencia.
Así pasaron los años de felicidad, miedos y desventuras. Cuando Grozny volvió a enfermar la situación era otra, esta vez se le llagaron los testículos y le dolía mucho. De nuevo el médico, los antibióticos cada vez más difíciles de dar y el “bendito” collar isabelino. La relación con él notablemente deteriorada por tantas limitaciones y cuidos para Grozny, entre otras cosas.
Justo un poco antes Grozny había empezado a salivar desproporcionalmente, verdaderos pozos de saliva en donde se echaba. Mi hijo creció y buscaba su camino, decidiendo irse. Esperábamos el resultado de la biopsia. No dio tiempo a que mi hijo estuviera cuando lo dieron. Él llegó de viaje nuevamente. Yo ya había juntado un reposo con vacaciones para poder hacerle el tratamiento al Papito.
Ese miércoles era 25 de septiembre de 2008. El Papito estaba tan incómodo que no podía estar ni sentado, ni acostado, ni parado, era realmente dolorosa la impotencia de no poder estar en su lugar. Proyecté lo que venía. Ya nos habían dicho que se podía alargar su calidad de vida extirpándole sus testículos, pero la biopsia dio positivo, el tumor era en el labio. Por eso, ese miércoles, ante mi inminente reincorporación al trabajo y sabiendo que él no podría darle las pastillas y el sin fin de etcéteras que significan atender a un paciente como Grozny, decidí acabar con esa agonía.
Aun recuerdo su carita. El Peludo, El Oso, quedó dormido cuando le pusieron la otra inyección. Ya no había marcha atrás.
Regresé a casa con él y mi cajita de madera. Decidí recoger todas sus cosas. Dios! tantas cosas… cadena, correa, pechera, donde comía, bebía.. todo está junto. Una foto donde está dormido precede a sus cenizas. Su carpeta, dónde estaba toda su historia, las fechas de consultas, vacunas, pipetas, tratamientos, todo lo tomé y lo quemé en un caldero. Lloraba mientras limpiaba todas sus huellas, todo a su altura tenía su rastro. Cuando Grozny se fue, mi hijo ya no estaba y él también se fue. Así continúo hoy.
De Grozny tomé prestadas algunas cosas cuando decidí adoptar a Pancha, mi otro gran amor. Pero esa es otra historia.
Dagmar Sucre.