En el camino hacia la piscina, cuando yo tenía 11 o 12 años, el carro tenía que hacer un pequeño desvío a través de la parte más perimetral del barrio San Agustín, para salir de la autopista francisco fajardo (nuestro malinche particular, que no merece una sola mayúscula) y entrar hacia Parque Central. Durante muchas de esas mañanas sabatinas, podíamos ver al hombrecito pequeño, recio, caminando de arriba abajo la misma calle terminada en la misma esquina, boxeando con su sombra, y mi papá me recordaba -“ese fue una gloria del boxeo nacional”-.

Cuando conocí a Roberto con su pelo blanco ennegrecido de calle y las manchas marrones de su rostro, muchos años después, recordé esas escenas y temí que su destino fuera el de pelear con su sombra. Me recordaba a las historias que se saben en los pasillos y en las esquinas: “…aquel casi fue jugador profesional…”, “…aquella estudió en no se dónde…”, “…él era pintor, antes de ser alcohólico…”, etc; la colección de esperanzas y talentos que van quedando regados por las aceras y alcantarillados de nuestras adoloridas ciudades.

Unas escaleras te llevan desde la acera hasta la puerta del edificio, también una rampa de cemento sube por el costado, crudamente tendida sobre un pedazo de montaña que reniega desaparecer. Al borde de esa rampa, con el mismo empeño con que la tierra peleaba con el concreto, Roberto se aliviaba el calor a la sombra de árboles despeinados, y cuando yo iba subiendo las escaleras (porque casi nunca usé la rampa) el levantaba la cabeza brevemente o la mirada, y yo lo saludaba con el mismo gesto con el que se saluda a las celebridades del barrio, rápido, sonriente, de corazón.

Roberto fue para mi también, Pedro Navaja, eternamente envuelto en peleas sórdidas por la madrugada, de vuelta en la mañana con el lomo herido y el hocico sucio, con una mirada desafiante que decía “imagínate como quedó el otro”. Lo veía caminar lento, en el andar cansado de un luchador nato, desgarbado y sucio y sin embargo, de algún modo, señorial.

Creo que me tenía cariño, no por mi sino por mi abuela, que le bajaba comida todos los días a él y a Laika, su eterna compañera. Más de una vez ayudé a mi abuela a bajarles la comida y con el tiempo me habrán asociado a ella, que era su principal protectora.

Roberto, sin embargo, también me temía, porque yo aparecía las más de las veces no para bajarles comida sino para limpiar las heridas de sus peleas nocturnas que, con la edad, resultaban cada vez más numerosas y violentas. Me veía, temblaba un poco, hacía el intento de huir y luego se resignaba. Nunca me lanzó más que un tenue gruñido de protesta, estoicos como suelen ser los perros, aguerrido como lo fue él.

Solo una vez recuerdo haber igualado su estampa. Una noche mi abuela llegó muy agitada porque un vecino, borracho, había expulsado a los perros violentamente del vestíbulo del edificio. Ellos solían pasar las noches allí dentro, un poco más abrigados y más seguros que en la calle o el estacionamiento detrás del edificio.

El vecino en cuestión se pasaba los viernes bebiendo en la escalera al frente del edificio, riéndose impertinentemente de quién sabe qué, escapando de quién sabe qué realidad, de qué espejo. Las frustraciones que tendría las quiso pagar con los perros y mi abuela, que había bajado a alimentarlos, fue testigo del asunto.

Volvimos a bajar, mi abuela, mi mamá y yo. El borracho seguía paseándose por el vestíbulo, apestando a cerveza, al cabo de una breve discusión quiso insultarnos llamándonos perros a mi abuela a mi mamá y a mi mismo, pobre él que no sabía que era un halago y quizás la palabra que me faltaba para convencerme de que si había que echarse diente, como Roberto, “lo que tú quieras yo quiero”.

No pasó nada, pero, a pesar de mi carácter siempre me he considerado una persona pacífica… y nunca he tenido tantas ganas de empotrarle la cabeza a alguien en la pared.

No estaba ya en Venezuela cuando Roberto se fue, pero en cambio si estuve cuando se fue Laika.

Laika siempre había sido dócil con todos menos con Pancha, la pequeña perrita que apareció un día y quedó adosada a la manada y adoptada de hecho por mi abuela. Tímida o más bien temerosa con los humanos, apenas extendía la mano para saludarla se rendía al suelo y presentaba el pecho, no con la alegría de los perros que conocen las caricias sino con el miedo de quien ve en la sumisión su único refugio.

De pelo corto, marrón alazán, ojos saltones y castaños, perpetuamente temblorosos, nariz negra, ligera como el hambre.

Laika, Linda como también la llamaba mi abuela, estaba siempre al lado de Roberto, durmiendo el sueño intranquilo de las presas, pero con el tiempo creo que llegó a sentir comodidad en esos pequeños espacios de mi edificio, de su fachada y su trastienda, donde podía contar con comida, un mínimo de abrigo y el indomable amor de mi abuela.

El principal recuerdo que tengo de Laika es, tristemente, el de su partida. Cavó una gruta debajo de las escaleras que remontaban la colina de tierra hacia el edificio y se escondió allí, breves días y noches, esperando el descanso. Le bajamos comida que ella me rechazaba desde el fondo de su madriguera, yo apenas podía verla en la noche con el brazo extendido hacia la oscuridad de la cueva, arrodillado en la tierra, sintiendo la humedad de los trozos de hígado en mis dedos y el vaivén de su hocico esquivo, que quería y no quería comer.

El que Roberto y Pancha aún necesitaran cuidado nos ayudó a sobreponernos a la partida de Laika, que se fue de la misma manera que la conocí, frágil, delicada, suave, en silencio.