No sé si las memorias que tengo de Kremlin son reales o son solo el resultado de mi cerebro tratando de dar contexto a imágenes sueltas, a las pocas fotos, a las historias que puedo haber escuchado del breve tiempo que pasamos juntos; ambos cachorros, el de meses y yo quizás tendría 3 o 4 años.

Kremlin fue mi primera mascota, hijo de Rocky, el husky amo y señor del bloque de edificios y de una malamute que creo recordar vivía en planta baja y cuyo nombre se me escapa.

Lo que creo recordar se reduce básicamente a  dos episodios. Lo veo pequeño, agazapado bajo la mesa de planchar, mordisqueando algo pequeño y flexible, quizás un retazo de tela aunque yo creo que era una esponja de fregar platos, ya vieja, que había sacado de quién sabe dónde.

Quise quitarle lo que se comía y sin miedo lancé mi mano hacia su boca y apresé el trozo de lo que fuera (que ahora veo verde o azul) e hice fuerza para arrancárselo de los dientes. Kremlin se afincó en las patas de atrás, haciendo fuerza a su vez y sacudiendo la cabeza protegiendo su presa. Al ver que yo no cejaba se alzó sobre las patas de atrás y quizás buscando apoyar las patas delanteras contra mi cuerpo para hacer mayor fuerza me rasguñó la barriga con un zarpazo que, al evocarlo, me parece un gesto más felino que lobuno.

El segundo recuerdo estoy casi seguro que es semi-inventado, conozco la historia y tengo la imagen vívida del sofá rojo y de Kremlin asomándose por detrás, desde la cocina, pero es una historia que he escuchado varias veces de quienes lo vieron con ojos adultos y es difícil que mi cerebro no haya decidido simplemente rellenarla con impresiones sueltas e imágenes que guardara de esos años.

Sé de Kremlin, aunque no llegué a verlo realmente siendo adulto, que heredó de Rocky las pintas, la hetecromía y el hocico afilado de lobo; y de su anónima madre el tamaño, dando como resultado un perro aún más enérgico y poderoso de lo que cabría esperar.

Lo cierto es que durante las noches mis padres restringían a Kremlin a la cocina, que no tenía puerta sino que era un espacio separado del resto de la casa solo por un dintel vacío y un pequeño desnivel del suelo a partir del cual cambiaba la pinta del linóleo. No sé cuántas veces hicieron esto, pero sé que fueron pocas porque Kremlin, a pesar de ser un cachorrito de muy pocos meses, empujaba el sofá de dos plazas como si fuera un trineo sobre las nieves y amanecía fuera de su improvisada prisión.

Esos son mis únicos recuerdos directos de Kremlin, a quien tuvieron que buscar otro hogar porque yo sufría mucho de alergias cuando era niño. Afortunadamente fue a parar con mi tía y se convirtió en una especie de patriarca de los perros de la familia Bracho, conocí a 6 miembros de su prole, aunque no recuerdo el nombre de todos, siempre siendo niño aún.

Si la memoria no me falla una fue Konara, quien potencialmente podía ser la perrita de  mi prima Teo (aunque no se concretó) y que me dio una lección importantísima a la hora de tratar con animales (y seres humanos también, a decir verdad): estaba ella en la sala, familiarizándose con la casa, cuando quise acariciarle el lomo y la tomé por sorpresa. Su cuerpo latigueó con la velocidad del rayo y atenazó mi mano, sin hacerme daño alguno, entre sus fauces abiertas y su lomo encrespado; advirtiéndome que aún no tenía su permiso para tocarla.

Otra perrita fue mascota de mis primos Erick y Evelyn, y casi no la recuerdo salvo el triste hecho de su muerte, sus ojos apagados y lagañosos, y mi primo Daniel asumiendo la tarea de lidiar con el cadáver. Murió muy joven.

Sé que una tarde en particular pasé brevemente por la casa de mi tía Nancy y allí vi a otros dos hijos de Kremlin, no recuerdo si machos o hembras. Los vi menos de quince minutos y no interactué mucho con ellos.

También conocí a Bobby, el perro de mis primos Anny y Marco Enrique,  que me saludó en el portón de su casa en Cúcuta como si me hubiera conocido desde siempre, haciéndome revivir memorias de Kremlin.

Por ultimo recuerdo a Laker, a quien Daniel bautizó con ese nombre en un juego de palabras que no solo hacia referencia al equipo de baloncesto sino a su carácter de “lagunero”. Laker fue, al menos a mis ojos, el mayor de los herederos de Kremlin y con quien más compartí y jugué de sus hijos, durante mis viajes vacacionales a Cagua. Creo que de algún modo quise y disfruté a kremlin a través de Laker, correteando con él dando vueltas alrededor de la casa de mi tía Thais y viéndole lidiar con el calor abrasador de Cagua. Laker solía echarse sobre el lomo y agitar las patas delanteras al unísono, en el gesto de rascar, demandando cariño y atenciones sin pudor ninguno.

También recuerdo sus quejidos y mi silenciosa solidaridad cuando, por x o por y, era necesario encerrarlo en el cuartico del patio. Y sus hazañas cazadoras, a la vez impresionantes y problemáticas: verlo cazar ratones con destreza increíble e ignorante crueldad, jugando con ellos apresándolos de pata en pata antes de matarlos de un mordisco veloz. Sé que algún gato invasor de la casa de mi tía también cayó víctima de los instintos de Laker y alguna rata escurridiza sucumbió del mismo modo. Su destreza de cazador fue quizás también su mala suerte, pues a través de alguna de sus víctimas contrajo alguna terrible enfermedad que extinguió velozmente su cuerpo, aunque nunca el porte de su silueta ni sus andanzas.

No vi más nunca a Kremlin y mi padre me comunicó su muerte un día cualquiera que soy incapaz de recordar. Me puse triste, intentado recobrar de mi memoria los momentos que convivimos, pero también supe que tuvo una vida prospera y una estirpe orgullosa, y eso me basta para sonreir.