Tengo entumecidos los dedos por el frío, la idea por la rabia, el corazón por la tristeza, la dignidad por el miedo. Corro el riesgo de que el entumecimiento me defina, que se me atrofie la vida como un brazo muerto hasta que se arrugue, reseca, o se me derrame licuada hecha un charco putrefacto en el suelo.
El entumecimiento es la suicida respuesta de mi cuerpo ante el vacío de Jari, Jarilla de los Palotes, mi eterna bebe viejita; que parece haberse llevado consigo, hasta cualquiera sea el lugar donde me espera, todas las razones del mundo.
Mi cuerpo es torpe, ignorante, miedoso, pero noble. En lo más profundo de mi ser sé que el entumecimiento no es la respuesta, que corro el riesgo de ser definido por él porque aún no me define, que Jari signifca todo menos muerte, que como diría Martí:
“Todo es hermoso y constante
Todo es música y razón
Y todo como el diamante
antes que luz, es carbón”
Entonces comienzo a concebirme de otra manera. Tengo miedo, miedo de no ser digno, de no abrazar la enorme tristeza que tengo como lo que es verdaderamente: el testigo de la vida de Jari en mi. Tengo rabia, la rabia pura, justa, limpia que surge de las ganas de merecerla, de ser más de lo que he sido; tengo el cuerpo acalambrado pero febril, el frío quema en mí como la muerte, pues como también dijera Martí: los que amamos, sonrientes, llevamos la luz sobre la frente y la muerte en el costado.
¿Qué hacer? ¿Por qué hacer? No importa cuál sea la pregunta todo parece un eufemismo de la muerte, el no poder tocar a Jari, el no poder olerla, fastidiarla, darle un beso, todo es una misma pregunta, la pregunta del vacío y la desaparición, la certeza de que tendré que enfrentarme con esto más veces, que no hay escapatoria. No sé cómo responder a esta pregunta, a este “supremo argumento”, sé que debo ser digno de blandir mi mejor verdad: Jari, Grozny, las cálidas y luminosas sombras que me guardan, me siguen y me esperan.
He preferido siempre una derrota heroica a una victoria fácil, lo cual debe ser una especie de enfermedad mental y una condición primaria para amar la utopía; incluso si esa utopía es pequeñita, duerme mucho, insiste en hundir sus rostro en tu costado, regalando y buscando calor, desplazando al final a la muerte y dejando, como siempre, la luz.